Admito que he ido a ver El viento se levanta (2013) de Hayao Miyazaki atenazado por la presión; consciente a cada minuto de que no iré a ver un estreno suyo en una sala de cine. Porque no habrá más según se deprende de sus recientes declaraciones. No más Miyazaki. No más chutes de fantasía ni abrumadora sensación de detalle que casi impide seguir la historia. Y es que el cine de Hayao Miyazaki --en aquella lejana tarde de verano de 2002 en que me metí en un cine de mi barrio a ver El viaje de Chihiro (2001) sin saber nada sobre su director ni su obra-- ha reescrito mi forma de disfrutar de la animación cinematográfica, incluso de influir en los gustos de mi hija y de mis sobrinas, a las que he inoculado sus películas, hasta que cada una de ellas ha dado con su propia versión del universo fantástico del director japonés.
El viento se levanta ha sido un reto para el propio Miyazaki, porque por primera vez en mucho tiempo sus historias están firmemente ancladas en la realidad; no hay giros argumentales impensables, ni mutaciones de seres fascinantes, no hay magia, ni narración en estado puro. Esta vez se trata de dar forma a una vieja obsesión de juventud: reivindicar el mundo de la aviación, que conoce a la perfección (su padre fue ingeniero aeronáutico y eso se nota en el amplio catálogo de artilugios voladores que pueblan el cine de Miyazaki, y que daría para montar una exposición) desde una perspectiva estética y creativa, desde la ancestral obsesión humana hasta el sueño personal finalmente materializado. Para el que se acerca por primera vez a Miyazaki la película puede parecer una obra fuera de su tiempo, incluso políticamente incorrecta, pues está ambientada en el Japón imperial previo a la Segunda Guerra Mundial, y su protagonista es un ingeniero que trabaja diseñando cazas militares (concretamente el famoso Mitsubishi Zero); pero por encima de esta anécdota histórica se sitúa el relato de Jiro Horikhosi, un personaje imaginario en el que Miyazaki ha combinado la vida del diseñador del famoso caza japonés y la de Tatsuo Hori, el escritor que publicó un libro sobre el ingeniero con el mismo título que la película.
El filme y la época en la que transcurre son una excusa perfecta para que Miyazaki recree el Japón de sus padres (ciudades, paisajes, objetos), y también algunos acontecimientos que les marcaron; pero dos líneas argumentales acaban imponiéndose: el desarrollo del proyecto que desemboca en el diseño definitivo del caza y la historia de amor entre Jiro y Nahoko, enferma de tuberculosis y, a pesar de todo, inspiración y apoyo incondicional del trabajo de Jiro. Con el corsé que imponen la narración de unos acontecimientos del pasado Miyazaki compone una historia de ritmo pausado, atenta a los sentimientos. Y para oxigenarlo, recurre a la fantasía del sueño compartido, un lugar imaginario --como el paisaje del recuerdo infantil de El castillo ambulante (2004)-- en el que Hiro y Caproni (ingeniero aeronáutico italiano al que admira) se reúnen y conversan sobre sus creaciones y logros técnicos. Es el mismo lugar donde, como en el resto de la filmografía de Miyazaki, ni la lógica ni la física existen, sólo el placer de la mirada, la materialización de los sueños, el gusto por el movimiento y el reto de plasmarlo en fotogramas (no hay que olvidar que el director es de los pocos que permanece fiel a la animación tradicional).
El viento se levanta podría servir como legado argumental, una especie de regreso a los temas de la juventud, (un balance facilón y previsible, como en una mala imitación de balance en plan teoría de autor); pero es desde el punto de vista formal donde se comprueba el alcance de ese legado: en el nivel de detalle insuperado de determinados planos de transición, en el delicado movimiento en lugares secundarios de la acción que aporta realismo a la acción (las luciérnagas revolotenado a la luz de una farola), o la audacia de determinadas imágenes. Cabe destacar las panorámicas desde de las ventanillas de los trenes (cambios de paisaje bruscos, puentes atravesados a toda velocidad, desplazamientos del punto de vista que obligan a modificar la perspectiva del dibujo), pero sobre todo la espectacular recreación del gran terremoto de Kanto de 1923) y algunos planos generales que sirven de inicio de escena que parecen fotografías,, incluso recrean ciertos estilos pictóricos, sin tener en cuenta el estilo elegido para el resto del la película. Es igual, Miyazaki lo puede hacer y lo hace y el espectador atento se queda con la boca abierta.
No puedo dar carpetazo a este texto sin mencionar a Joe Hisaishi: el cine de Miyazaki no sería el mismo sin las bandas sonoras de este compositor, colaborador necesario en la creación de esa atmósfera de nostalgia y de mundo inalcanzable que caracteriza a su obra animada. Su música potencia la euforia, la tristeza, pero sobre todo la nostalgia, en las escenas clave, y a mí personalmente me proporciona una paz interior y un inefable deseo de esparcirme en el aire en mil pedazos, como Haku cuando Chihiro pronuncia su verdadero nombre por primera vez... Y también el cartel promocional: mantiene la presencia femenina característica del cine de Miyazaki (aparece Nahoko a pesar de su papel secundario en la historia, en un paisaje casi idéntico en elementos y punto de vista al de El castillo ambulante). La visión de unas nubes recortadas contra un cielo azul, desplazándose a toda velocidad sobre un prado ondulado e inmenso es probablemente el paisaje que mejor identifica al director japonés.
Y, ahora, cuando llegan los créditos finales, con la misma combinación a la que ya estamos acostumbrados sus fans, y aparecen algunos de los fondos de animación que hemos visto durante la película --desiertos, sin personajes-- acompañados de una melodía más melancólica de lo habitual, nos atrapa definitivamente el síndrome de fin de ciclo: esos edificios, aeródromos, calles, casas y bosques deshabitados parecen componer un extraño álbum de fotos, y de pronto es como si visitáramos, ya ancianos, los lugares donde tuvieron lugar las ficciones de Miyazaki que en su día nos conmovieron; pero hoy no es suficiente como para restituir la magia que los habitó hace tiempo. Si de verdad ésta es la útima, hasta siempre Hayao Miyazaki... y gracias.