Sueño que me desnuda, que nuestras pieles se rozan. Le paro antes de que me penetre, quiero que utilice un preservativo y él parece contrariado, como la vez que me pidió que no volviese a taparme al cambiarme frente a él. No entiende que ya no es como antes. Pensará que no confío en él, y la verdad es que no confío en nadie.
Me siento atacada en casa, la gente no sabe enfrentar los conflictos ni hacer autocrítica. Al decir esto, parece que sea yo la que no sabe hacer autocrítica, la que lo hace todo perfecto y no es así. Me disculpo por si les ha parecido brusca mi primera entrada a la conversación, o les doy la razón en alguna cosa del piso que no hago, pero no son capaces de escuchar ni de asumir que no limpian. Al final de la discusión, me quedo relativamente contenta porque parece que hemos acabado en buenos términos, pero a medida que veo cosas de la casa en las que solo pienso yo, me enfado. Porque la verdad es que son unos inútiles y tienen una idea deformada de la realidad. Siempre lo negarán todo y eso hace que les coja hasta manía.
Todos los artistas reflexionan sobre el proceso artístico. La diferencia es que los pintores no pintan sobre la pintura, los bailarines no bailan sobre la danza y, en cambio, los escritores sí escriben sobre la escritura, lo que me parece redundante. Supongo que no saben expresarse de otra manera.
Tengo miedo porque no quiero darle mi amor a nadie, a otro que hará lo mismo, disfrutará de mi compañía en el camino y me acabará dejando. No quiero ser yo la que le consuele cuando no llegue a sus objetivos de ventas o cuando trabaje los sábados, la que le enseñe mi tierra, la que le empuje a viajar, con la que aprenda que la vida es tan sencilla que con unas buenas vistas, una buena compañía y un bocata de lomo y queso se puede ser feliz.
Me fijo en la lámpara de araña del techo, de la que cuelgan caídas las bombillas fundidas. Solo funciona una. Reflexiono sobre lo difícil que es conocer a la gente. Las personas interesantes, como saben que lo son, no necesitan hablar de sí mismas, sino que hacen más preguntas al resto. Son más observadoras. Mi amiga se fija en el papel que utilizo como marcapáginas, El alfabeto de los sordomudos españoles, y debajo las diferentes letras expresadas en la lengua de signos. No sé de qué año será ese papel, pero ninguno de esos términos sería correcto hoy en día.
La persona que duerme en esta habitación, la de la lámpara de araña en el techo, ha compartido casa conmigo durante un año y me doy cuenta de que apenas la conozco, pero por otro lado, pienso que no es tan interesante, que se pasa el día fumando porros, haciendo crucigramas, jugando a videojuegos y viendo diferentes deportes por la tele. Siento que en la época en la que vivimos, no se pueden crear personajes profundos porque pasamos demasiado tiempo en Internet y tenemos poco tiempo para reflexionar. El protagonista de la novela, un antihéroe de manual bastante odioso, por cierto, reflexiona sobre lo rápido que avanzan las épocas. Ahora medimos por décadas, cuando cualquier época anterior al s.XX la medimos por siglos prácticamente. Yo no sería capaz de hacer un análisis de esta última década, entre mis 20 y mis 30 años. Supongo que aún no tengo suficiente perspectiva, así que imagino que el autor de esta novela tenía bastante más edad que su protagonista, que con 25 años vivía a finales de los 70 y comentaba con todo lujo de detalles el pensamiento y la moda de la época.
Y por último, mi eterno conflicto entre tener tiempo para no hacer nada y pasear para descubrir lugares nuevos de la ciudad o aprender alguna nueva habilidad, eso las tardes en las que no socializo.

