Antes que nada, un poco de nostalgia a costa del contexto de visionado: vi por primera vez Feliz Navidad Mr. Lawrence (1983) con un grupo de amigos cuando la estrenaron en cines, y debo confesar que en nuestra elección pesó bastante que su director fuera Nagisha Ôshima, el responsable de nuestra ultramitificada El imperio de los sentidos (1976), un filme que --al igual que Garganta profunda (1972)-- rondaba el trastero de nuestra líbido adolescente desde hacía tiempo. Faltaban aún tres años para que la viera (TVE la emitió la madrugada del 18/01/1986 y ahí estuve yo, clavado ante la pequeña pantalla, dispuesto a acceder al otro lado del mito). Lo admito: fuimos a ver Feliz Navidad Mr. Lawrence con unas expectativas un tanto sesgadas por la testosterona.
De la película comprendí lo básico del conflicto: el choque cultural, los dilemas éticos entre lo individual y lo colectivo --ya había visto El puente sobre el río Kwai (1957)-- y la homosexualidad latente como motor oculto de todo el argumento. Respecto a esta última, mis opiniones se limitaban a aspectos puramente teóricos: sabía que, además de una orientación sexual, implicaba una actitud vital, pero no le otorgaba ningún contenido real más allá de eso. Aún faltaban dos años para que escuchara las declaraciones de Jimmy Somerville --cantante de The Communards-- en las que admitía sin complejos su homosexualidad afirmando que si él y su compañero de grupo parecían gays en las portadas de sus discos y en las actuaciones era porque lo eran. No había una calculada estrategia de mercadotecnia detrás (más de un grupo y solista la explotaban en esos años, aunque sólo fuera porque tuvieran pendiente una salida del armario, ¿eh, George Michael?). Fueron necesarias unas palabras tan directas, naturales y sinceras para darme cuenta de que la homosexualidad no era sólo un arquetipo del cine y de la música ochenteros, ni siquiera una pose social, sino algo que tenía que ver con la vida de algunas personas. No es que hasta entonces estuviera aferrado a mis prejuicios, simplemente aquellas declaraciones me revelaron una realidad cotidiana que había sido incapaz de deducir. En mi descargo alegaré que parte de culpa también la tenía la legión de estilistas que por entonces aún creían a pies juntillas que la ambigüedad sexual vendía.
La película es el último largometraje importante de Ôshima, antes de iniciar una etapa centrada en documentales televisivos (teniendo en cuenta que murió en 2013 después de rodar su primer largometraje de ficción en dieciséis años --Gohatto (1999)-- es algo desalentador), tras haberse forjado un nombre para la posteridad con El imperio de los sentidos y El imperio de la pasión (1978), dos filmes que, como Portero de noche (1974) y Saló o los 120 días de Sodoma (1975), consolidaron una corriente estética que --bordeando peligrosamente la pedantería-- aunaba planteamientos radicales y polémicos (en este caso sobre el sexo) con un tratamiento narrativo y artístico culterano y/o experimental, dotándolos de un desconocido y denegado prestigio. En otras palabras: gracias al cine de arte y ensayo setentero, temas denostados y marginales en público por ilegales, incorrectos o indecentes, revestidos de un aura de cultura elitista, en los ochenta aún podían pasar por ideología política de lo más impugnadora del statu quo, ideal para escandalizar a audiencias bienpensantes, hordas de mojigatos o, sencillamente, ligar dándoselas de progre y modernillo. ¡Ay, en fin, los ochenta!
Regreso a Feliz Navidad Mr. Lawrence, que me estoy desviando: cuando en una película se te escapan causas y motivos, parecen absurdos o el guión no hay por donde cogerlo pueden suceder tres cosas: que la película sea directamente mala, que esté mal hecha o que el argumento incluya la representación de un choque cultural y por eso a algunos, como parte del problema que son, sólo sean capaces de ver su fragmento del paisaje. No me cabe duda de que Feliz Navidad Mr. Lawrence entra en la segunda categoría.
No es sólo una historia sobre la homosexualidad y su difícil encaje en la cultura militar nipona, embebida completamente de ideología samurai --puro Mishima trasnochado, aunque algunos no se hubieran enterado en la época que retrata el filme--, también una carga de profundidad contra la ridícula conducta británica y su prepotente manera de comportarse por el mundo, como si ambas cosas fueran pruebas que jusfican una supuesta posición geoestratégica privilegiada como nación. Una coherencia y unos valores mal digeridos y peor llevados a la práctica que a los británicos, sólo a ellos, les parecen universales y, por tanto, dignos de ser impuestos urbi et orbe. El filme muestra el reverso miserable de esa actitud redentora: bajo esa convicción y seguridad en la importancia de su misión universal, supuran muchos complejos y traumas, de los que el comandante Jack Celliers, interpretado por un sólido David Bowie, acumula unos cuantos.
El filme de Ôshima es una adaptación de dos libros de Laurens van der Post que forman parte de la trilogía de sus recuerdos de guerra: The seed and the sower (1963) y The night of the new moon (1970), al que el tiempo --y quizá el punto de vista oriental de su director-- le han añadido un matiz más crítico con los británicos. Con todo, la tesis central es mostrar el inmenso error que supone fiar a normas y costumbres "superiores" la tarea de entenderse y comunicarse entre humanos de culturas y ambientes diferentes, dejando de lado el sentido común y el instinto de supervivencia. No es solamente cuestión de idiomas (el coronel Lawrence, interpretado por Tom Conti, es el oficial de enlace con los japoneses sólo porque habla su idioma), sino de actitud y de bagaje. En ese sentido, tanto el capitan Yonoi (Ryûichi Sakamoto, otro músico metido a actor que ofrece una buena interpretación) como el capitan británico al mando de los prisioneros están a un mismo nivel de obcecación y patetismo. La obsesión por el cumplimiento de las ordenanzas les llevan a ambos a tomar decisiones que, desde el otro lado, resultan sistemáticamente ofensivas e incomprensibles.
Celliers parece ser el único que comprende cómo hay que conducirse en un microcosmos así: no permitir que nadie pueda encasillarlo en un bando o en una moral. Él es el único que supera las contradicciones y las dificualtades a base de imprevisibilidad, como cuando se permite hacer mímica ante sus carceleros, pero sobre todo cuando evita una masacre entre sus compatriotas con un gesto inverosímil aunque de enorme carga visual y simbólica. En esa escena, su gesto se convierte en el verdadero centro de gravedad de la película: todo lo que hemos visto hasta entonces se explica gracias a él, y todo lo que falta para el final es el desarrollo dramático de sus consecuencias.
El filme nos recuerda que por encima de costumbres y tradiciones más o menos rígidas y absurdas hay seres humanos contradictorios e imprevisibles, que no siempre somos capaces de encajar en los límites estrictos de una ética o una tradición heredada (que no es más que una forma elegante de decir impuesta). Los flashbacks de Celliers sobre sus recuerdos del colegio y la actitud fría y egoísta para con su hermano pequeño explican en parte ante el espectador los motivos de su excéntrico comportamiento de adulto. Sin embargo, para los demás personajes de la película, ese mismo gesto es malinterpretado o incomprendido, en el mejor de los casos se considerará un intento desesperado para salvar la vida a sus compatriotas, cuando en realidad trata de redimir su propio pecado. El objetivo no es revelar al mundo la pulsión homosexual del capitán Yonoi hacia el propio Celliers, ni siquiera desposeerlo de su autoridad o humillarlo públicamente (que es lo que interpreta el capitán), sino un intento desesperado por salvarse a sí mismo.
Feliz Navidad Mr. Lawrence es un filme injustamente olvidado que conserva casi intacto el valor de su carga crítica. También ilustra una triste paradoja: el tiempo y la filmografía lo han convertido en un admirable testamento cinematográfico de su director, rodado con treinta años de anticipación. Pero sobre todo es una película vigente e interesante gracias a un estilo que huye de lo obvio y de las escenas autoexplicativas, y cuyo principal mérito reside en lo que oculta en un relato que avanza a base de contradicciones.