Por María Fidalgo Casares
María Fidalgo Casares es Doctora en Historia y
Miembro de la Academia de la Historia de Andalucía
Esta década el arte español ha consagrado a Augusto Ferrer Dalmau (Barcelona 1964) como el gran pintor de Historia de todos los tiempos. Prácticamente ha abarcado todos los siglos y contiendas destacadas. Sin embargo, el capítulo medieval era el menos abordado, y muy destacable era la falta de la representación del castellano Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid, un personaje muy ad hoc para ser retratado por el pintor de batallas.
El caudillo medieval fue un personaje de un inmenso atractivo, con luces y sombras y sobre todo un extraordinario militar y gran jinete que conquistó territorios al Islam para el cristianismo -y al contrario- en unos tiempos convulsos, tiempos de una frontera oscilante, en la que la supervivencia y las razzias del enemigo estaban muy presentes.
El personaje poseía unas características carismáticas ideales para ser inmortalizado con sus huestes embistiendo contra el jerifalte bereber de turno, ya cadáver sobre el caballo ahuyentando a moros despavoridos, o con su silueta protagonizando uno de esos deslumbrantes cuadros crepusculares del artista, cabalgando solo hacia el destierro... Dios qué buen vasallo, si tuviera un buen señor. Un lienzo que sin duda se elevaría al Olimpo pictórico como los de Rocroi, Empel o Gálvez en el Missisippi.Sin embargo, cuando se le requería al respecto, Ferrer Dalmau argumentaba que existía demasiada iconografía -tanto cuadros como grabados como esculturas del castellano en muchas ciudades- y que le quedaban muchos héroes olvidados que pintar.
Poco después, y en el más absoluto secreto, comenzaba su representación del Cid. A la petición personal de Pérez Reverte, su amigo y colaborador en tantos de sus cuadros ( sobre todo en las marinas) no pudo- ni quiso- negarse. El pintor de batallas quería estar presente en su novela Sidi, el gran relato construído por el escritor sobre el héroe castellano: y qué mejor que dotarle de una fisonomía propia. Lo curioso es que eligiera una escena diametralmente opuesta a las que en un principio podría plantearse.
Aún consciente que era uno de los personajes identitarios de la historia de España, revestido de leyendas y que articula el cantar de gesta más importante de la Edad Media, prescindió de su imagen de caudillo victorioso. Quiso ofrecer una imagen más cercana, ahondar en su faceta humana y transmitir sentimientos teñidos de guiños literarios. El artista, en esta portada para Sidi, vuelve a demostrar su maestría técnica, que si resulta muy evidente en sus cuadros de masas, no resulta menor a la hora de abordar composiciones de extrema sobriedad.
Tres son las improntas literarias
Tres son las improntas literarias que subyacen en la representación: El Cantar del Mío Cid, la primigenia, el Cid legendario y épico del soneto Manuel Machado y el reciente "Sidi" del escritor, amigo Arturo Pérez Reverte que ve en el héroe "tan solo un hombre con su espada y su caballo, un desterrado que, acompañado por un puñado de mercenarios leales, pelea en territorio enemigo por su vida buscando, al otro lado de la frontera, el horizonte y el mar."
Del Cantar a Manuel Machado y Pérez Reverte
El Cantar del Mío Cid: El artista enmarca la escena en el primero de los cantares del cantar de gesta que parece imponer el tempo de la narración. Comienza con el destierro del Cid con sus hombres y la proclama en todos los contornos de que no se le dé cobijo. Burgos, su ciudad, aparece cerrada a cal y canto con sus habitantes atemorizados ante las amenazas del rey de darles muerte si osan hospedarlos.
El guiño literario a Manuel Machado, es otro de los rasgos inherentes al estilo de Ferrer Dalmau: la recuperación de personajes injustamente olvidados. En este caso, sepultado por el aura literario- política de su hermano Antonio, y es que en su marcha al destierro, el Cid tiene un encuentro que daría origen a uno de los sonetos más estremecedores e inolvidables de la Historia de la Literatura española del siglo XX. Definió tanto la personalidad del campeador que se acabó fundiendo en la memoria con el propio cantar medieval. En el poema, Manuel Machadonarraba este encuentro con una niña que, reconociéndole como "hombre de honor", le pide que no se pare por las represalias que puede sufrir su familia… Unos impactantes versos, que no han perdido un ápice de fuerza y cuya lectura sigue conmoviendo…
Castilla, de Manuel Machado
El ciego sol se estrella
en las duras aristas de las armas,
llaga de luz los petos y espaldares
y flamea en las puntas de las lanzas.
El ciego sol, la sed y la fatiga
por la terrible estepa castellana,
al destierro, con doce de los suyos
—polvo, sudor y hierro— el Cid cabalga.
Cerrado está el mesón a piedra y lodo.
Nadie responde… Al pomo de la espada
y al cuento de las picas el postigo
va a ceder ¡Quema el sol, el aire abrasa!
A los terribles golpes
de eco ronco, una voz pura, de plata
y de cristal, responde… Hay una niña
muy débil y muy blanca
en el umbral. Es toda
ojos azules, y en los ojos. lágrimas.
Oro pálido nimba
su carita curiosa y asustada.
Buen Cid, pasad. El rey nos dará muerte,
arruinará la casa
y sembrará de sal el pobre campo
que mi padre trabaja…
Idos. El cielo os colme de venturas…
¡En nuestro mal, oh Cid, no ganáis nada!
Calla la niña y llora sin gemido…
Un sollozo infantil cruza la escuadra
de feroces guerreros,
y una voz inflexible grita: ¡En marcha!
El ciego sol, la sed y la fatiga…
Por la terrible estepa castellana,
al destierro, con doce de los suyos
—polvo, sudor y hierro— el Cid cabalga.
Y es que el férreo recuerdo de este poema, casi omnipresente en los recuerdos de las clases de Literatura de aquellos españoles que superan el medio siglo, hace “reinterpretar” esta imagen de Ferrer Dalmau y ver en ella la escena de la niña del soneto, pese a que ni la envergadura, ni la descripción física de la mujer que aparece en el lienzo así lo haga pensar.
El Cid aparece, como casi no podía ser de otra manera: a caballo. Sidi Qambitur: el señor que campea, que cabalga, le llamaron los mahometanos. Se muestra sereno, incluso con signos de agotamiento, montado en un Babieca también fatigado, como se destila en la espuma blanca que brilla en su lomo. Ferrer- Dalmau ha obviado el marco paisajístico, el acompañamiento y las subescenas habituales, por dos motivos. El primero, representar la soledad de "el destierro" con un fondo neutro, con la indefinición de esos colores ocres que tanto identifican al artista catalán y el segundo, sumergir al espectador en la narración con una composición casi circular que se cierra en sí misma sin líneas de fuga, para lo que llega a prescindir incluso de las patas del caballo que se diluyen del escenario.
La clave de la escena: la conexión y el rigor histórico
La clave de la escena no es la extraordinaria figura del Cid ni la hermosa muchacha, sino la conexión entre ellos y sobre todo su intercambio de miradas. También cobran relevancia las manos de ambos. La de ella, sobre el caballo destrero (que eran los que llevaban los caballeros) y las del Cid, de fuertes nudillos sujetando las riendas mientras oye su mensaje. Logra como suele ser habitual en el estilo del artista, que el espectador asista al relato “desde dentro”.
Los sentimientos vienen reforzados por la gran delicadeza formal a la hora de abordar la escena, desde la manera de asir las riendas, el nudo final de la cincha del pecho, la mirada fijada en la joven... Pero es más: hasta la bajada de cabeza y los ojos del caballo parecen humanizados.
El juego de miradas entre el guerrero y la joven, son casi una "carambola técnica" porque la cara femenina no se muestra.. y la del Campeador apenas se atisba entre el casco y la barba.
Los sentimientos afloran tanto que relegan a un segundo plano el virtuosismo formal de las distintas texturas de los elementos: desde el soberbio ejemplar equino con un prodigio de matices en los marrones de su capa, al cuero de la montura o los metales engarzados de la cota de malla.
Pérez Reverte le pide “una guerrera”. La niña del soneto no lo era. pero se contempla como una licencia del autor. Presenta a una joven aguerrida portando una lanza y gallardete que tal vez la ha recogido de la comitiva y se la devuelve al Cid … Para el paño de su vestido, reserva con el gallardete los únicos toques cálidos de color.
No vemos su rostro, pero sí su cabello, una trenza gruesa con el pelo brillante y recién lavado, que difiere de la débil niña de Machado, pero que forma un tándem perfecto con el caballero.
Hay decenas de las iconografías del Cid que caen en fantasías anacrónicas. Aunque la gran aportación del pintor a las iconografías suela ser su rigor histórico, en esta imagen ha hecho concesiones y no lo ha seguido a rajatabla porque no está representando a un personaje histórico, sino literario. Rodrigo Díaz de Vivar luce una espléndida cota de malla con almofar, yelmo con nasal, escudo y la espada Colada o Tizona. Va vestido con un sayo gambesón, y calzas forradas. El sudadero es púrpura, color que sería muy difícil que portara el Cid ya que su coste era prohibitivo y propio de reyes, pero que alude claramente a la filiación castellana del personaje. El relato de “Sidi” habla "de frontera, polvo, fatiga y sangre, donde enemigos de hoy pueden ser amigos mañana, y viceversa." Plantea qué mecanismos humanos pudieron convertir, incluso para los musulmanes, a un infanzón castellano en Sidi Qambitur: personaje histórico que oscureció a todos los héroes de su tiempo. Un relato del legendario Cid donde funde de un modo fascinante la aventura, la historia y la leyenda. “Hay muchos Cid en la tradición española, y éste es el mío”.
Pérez Reverte suele afirmar que el historiador cuenta el hecho y el novelista llega al alma. No hay más que verlo. Su aspecto, carácter y alma están ahí, en la novela y en el retrato que Ferrer Dalmau ha legado para la Historia.