Con más frecuencia de la que nos gustaría admitir caemos en el error de creer que los demás ven y entienden el mundo igual que lo vemos y lo entendemos nosotros. Así, nos enojamos cuando alguien trata de llevarnos la contraria y no dudamos en tildarle de irracional o de carecer de sentido común. Damos por hecho que es esa otra persona la que se está equivocando, sin cuestionarnos, ni por un momento, nuestras propias convicciones.
¿Percibimos la realidad o la interpretamos de manera que nos encaje en nuestros particulares esquemas?
Para dar respuesta a esta incógnita basta con hacer un experimento: proponerle a un número determinado de personas que acaban de presenciar un hecho concreto que nos den su versión de lo que han percibido. Nos sorprenderá descubrir que no encontraremos dos relatos iguales. Todos partirán del mismo hecho, pero todos lo explicarán de forma distinta y le atribuirán causas y consecuencias diferentes. Algunos serán muy concretos, limitándose a resumir con pocas palabras lo que han visto u oído. Otros, en cambio, se perderán por las ramas, divagando entre suposiciones. Y siempre habrá quien se haya fijado hasta en el mínimo detalle, pudiendo ofrecernos una fotografía muy fidedigna de la escena contemplada, salvo por la particularidad de que sólo será válida cuando se la enfoque desde el mismo prisma, pues si la persona la hubiese enfocado desde otro ángulo, como por ejemplo, desde la acera de enfrente, los detalles percibidos no habrían sido los mismos.
Cuando analizamos un hecho no sólo nos fijamos en la información que recibimos a través de nuestros sentidos, sino que partimos de la información almacenada en nuestras neuronas referente a experiencias anteriores en el análisis de hechos similares. Eso es principalmente lo que nos diferencia de una cámara fotográfica o de vídeo. Las cámaras no se basan en las fotos que han realizado anteriormente, sino que se enfrentan a esa nueva imagen por primera vez, sin juzgar lo que captan, siendo plenamente objetivas en su cometido.
La mente humana, en cambio, se vale de la memoria, del aprendizaje previo y de los prejuicios que le ha ido inoculando la cultura en la que se ha desarrollado. A esa complejidad hemos de sumarle el hecho de que cada mente humana es distinta a cualquier otra mente humana.
El Laberinto, obra del artista canadiense William Kurelek (1927-1977). La pintó siendo paciente del psiquiátrico del Maudsley Hospital de Londres. El artista veía su cerebro como un laberinto de pensamientos infelices del que no había escapatoria para la rata blanca exhausta y frustrada que se alberga hecha un ovillo en un compartimento del centro y que, para Kurelek, representaba su propio espíritu.
Ilustración encontrada en el capítulo Muchas mentes, del libro El lenguaje secreto de la mente, de David Cohen.
En los años cincuenta del siglo XX, Roger Sperry realizó una serie de experimentos con pacientes de cerebro dividido tras una intervención quirúrgica que les cortaba el cuerpo calloso como técnica novedosa para tratar la epilepsia. Estos experimentos permitieron descubrir que el hemisferio izquierdo del cerebrose ocupa del lenguaje, la lógica y el cálculo, mientras que el lado derecho es el responsable de la conciencia espacial y gráfica, la creatividad y el talento musical. También llevaron a considerar la intrigante posibilidad de que todos tengamos dos “yoes” diferentes, cada uno albergada en uno de los hemisferios cerebrales.
Antes de estos experimentos pocos se atrevían a poner en duda la unidad de la mente. Los trabajos de Sperry cambiaron el panorama de la investigación y les sirvieron de base a otros científicos como Howard Gardner y Robert Ornstein que desarrollaron complejas teorías que analizaban el cerebro, descomponiéndolo sus partes componentes. Estas teorías postulan la existencia de módulos estructurales y funcionales discretos, semiautónomos, dentro del cerebro. A veces estos módulos, que Orstein denomina “multimentes” y Gardner “inteligencias múltiples”, cooperan unos con otros. Otras veces compiten entre sí.
En cada persona, algunos módulos tienen más probabilidades que otros de estar desarrollados. Así, quizá estén más dotadas para determinadas actividades y menos dotadas para otras. Lo mismo ocurre a la hora de asimilar tipos de conocimiento. Que alguien sea brillante en matemáticas no implica que tenga que ser también un gran conversador ni una persona hábil con las manos a la hora de reparar averías domésticas. Y, según se determinen nuestras capacidades, las estructuras de nuestra mente adoptarán unas u otras divisiones.
Aun partiendo de experiencias similares en una época histórica común, dos personas pueden albergar mentes tan dispares como la noche y el día, porque no hemos de olvidar el peso de la influencia genética y del ambiente familiar en el que se cría cada persona. Compartir e como tener la misma edad o asistir al mismo colegio no implica que esas dos personas no puedan estar viviendo realidades muy diferentes en su seno familiar. La manera cómo aprendemos a expresar nuestras emociones o a tratar de esconderlas, las ideas que nos inculcan sobre lo que existe fuera de las cuatro paredes del hogar o los comportamientos que vemos en las personas que son nuestros adultos de referencia (padres, hermanos, abuelos, ...) irán determinando la forma en que nuestra mente se irá poblando de experiencias y de interpretaciones.
Desde el mundo antiguo, los humanos hemos aceptado con mayor o menor estoicismo la realidad de que nuestro cuerpo puede enfermar, pero siempre nos hemos resistido a aceptar que la que enferme sea nuestra mente. Lejos de entender el cerebro como un órgano más, cuyas células pueden descontrolarse y empezar a generar neurotransmisores y hormonas que la acaben perjudicando (igual que el páncreas puede empezar a segregar enzimas de forma compulsiva hasta provocarnos una pancreatitis que nos podría matar), lo que hemos venido haciendo desde hace siglos es tratar de negar las enfermedades mentales y de esconder a quienes las padecen, bien confinándoles en casa y prohibiéndoles llevar la vida que merecen o bien internándoles en instituciones de las que a veces no volvían a salir.
En el momento actual, pese a los muchos avances en psiquiatría, neurología y psicología, y pese a la creciente sensibilización de la población, que cada vez aboga más por la normalización de la enfermedad mental y por invertir más recursos públicos en su correcto tratamiento, la mayoría de las personas que padecen algún tipo de trastorno mental siguen sufriendo en silencio por culpa de la estigmatización a la que se ven sometidos en los centros educativos a los que asisten, en sus puestos de trabajo, en su ambiente familiar o en sus redes sociales.
Estas últimas se han acabado convirtiendo en un coladero de intolerantes e impertinentes que se creen con derecho a mofarse de las desgracias de los demás y a creerse superiores a cualquiera que dé muestras de sensibilidad o de fragilidad.
Qué valiente se puede llegar a sentir un indeseable ante una pantalla cuanto nadie le pide que se identifique. Qué actividad más interesante la suya: invertir horas de su precioso tiempo en destrozarle la vida a los demás. ¿Acaso en su perfecta vida su perfecta mente no es capaz de encontrar algo más útil a lo que dedicarse? ¡Qué lástima! ¡Cuánto talento desperdiciado! ¡Qué poco valoran algunos su tiempo!
Padecer una depresión, tener tendencia a la ansiedad, estar dentro del espectro autista o haber sido diagnosticado de TOC o de esquizofrenia, no convierte a nadie en ningún monstruo del que tengamos que huir. Es más, si todos consultásemos a especialistas en psiquiatría, en neurología o en psicología, a todos nos encontrarían algún tipo de trastorno, porque todos tenemos parches en la mente, exactamente uno por cada trauma superado. Que nunca nos hayan puesto una etiqueta, no significa que nos tengamos que sentir más sanos que los que sí han sido diagnosticados. Tal vez sólo seamos simples falsos negativos.
Todos somos vulnerables, pese a que nuestro carácter nos permita ir disfrazados de fortaleza. En cualquier momento, nuestra mente nos puede jugar una mala pasada y hacernos tropezar. Porque dependemos del comportamiento de unas pequeñas células que sinaptan unas con otras cada vez que tenemos que tomar una decisión, por nimia que sea. Basta que una de esas conexiones falle para que se nos pueda desencadenar lo imprevisto y acabar rompiéndonos por dentro como delicadas piezas de cristal.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
Bibliografía consultada: El lenguaje secreto de la mente- Guía visual de los misterios de la conciencia- David Cohen- Debate - 1996