(JUAN JESÚS DE CÓZAR) “Quiero provocar en la gente algún tipo de reacción, ya sea emocional o intelectual. Pretendo que reaccionen. (…) Hay quien opina que si nos limitamos a hacer películas que muestren cómo debería ser el mundo, las cosas acabarán siendo de ese modo. No estoy de acuerdo. No es que diga que todo el mundo debe hacer películas como yo las hago, pero la provocación es importante para fomentar la discusión y la acción”.
Estas declaraciones realizadas por Martin Scorsese a mediados de la década de 1990 resultan plenamente aplicables a “Silencio”, quizá su obra más ambiciosa recientemente estrenada en España. Se trata de un proyecto largamente deseado por el director italoamericano durante más de tres décadas, y a uno se le antoja que la espera ha sido beneficiosa, porque sin renunciar a sus preocupaciones fílmicas y antropológicas estamos ante un Scorsese evolucionado, con una subjetividad mejor dominada y una libertad creativa exenta de la gratuidad y los excesos tan presentes en la mayoría de sus filmes anteriores.
Básicamente, el argumento gira en torno a la persecución, tortura y martirio de muchos cristianos en el Japón de la segunda mitad del siglo XVII. El centro de la acción se sitúa en los sufrimientos y las luchas internas del Padre Rodrigues (Andrew Garfield), un jesuita que acude a esas tierras evangelizadas por San Francisco Javier para encontrar al Padre Ferreira (Liam Neeson), su profesor, sobre el que se dice que ha apostatado.
En el aspecto técnico la película es impecable y cuenta con una maravillosa fotografía de Rodrigo Prieto, que sabe extraer belleza de un paisaje duro y hostil; con el montaje de Thelma Schoonmaker –tres Oscars le contemplan–; y con el diseño de producción y el vestuario de Dante Ferreti, también ganador de tres estatuillas.
Pero si la crítica se muestra unánime en cuanto a la exquisita factura del filme, no ocurre lo mismo en relación con su contenido. Y es que estamos ante una obra compleja, con variedad de intenciones no todas convergentes; o mejor, con una intención multidireccional abierta a diversas interpretaciones. Justo, quizá, lo que pretendía Scorsese, que adapta con bastante fidelidad la novela homónima de Shûsaku Endô pero que también ha aportado al guión algunos matices que alimentan esa complejidad.
Después de lo escrito es fácil entender que escribir una reseña “objetiva” y certera de “Silencio” resulta una aspiración no sólo difícil sino pretenciosa. De modo que estas líneas solo pretenden preparar el ánimo y la mente del lector que acuda a ver este filme de 160 minutos, áspero y doloroso, intencionadamente provocador y ambiguo – el último plano es una clara muestra–, que estimula la reflexión sobre la presencia de Dios en el mundo, la persona de Jesucristo y la dimensión espiritual de la persona.
Hay que tener en cuenta que Scorsese, a pesar de declararse católico y de mostrar una gran inquietud religiosa, no ha cultivado una sólida formación cristiana –él mismo reconoce que lee poco–, y que observa la fe más bien desde su sensibilidad de maestro del cine. Así lo ha venido haciendo a lo largo de toda su filmografía, convencido de que “no nos liberamos de nuestros pecados en la iglesia sino en la calle y en casa”, por citar sus propias palabras.
¿Dónde estaba Dios cuando mataban a esos inocentes cristianos japoneses? Scorsese prefiere que sea cada espectador quien responda a esa cuestión. ¿Dónde estaba Dios cuando el Holocausto, y el 11-S, y el 11-M…? ¿Dónde está cuando persiguen y matan a tantos cristianos en Irak, en Siria o en varios países de África? Esta pregunta, legítima e inevitable, se ha convertido en un lugar común y ha llevado a algunos a sentar a Dios en el banquillo. Pero pienso que esos interrogantes sólo tienen una respuesta con sentido: Dios estaba clavado en una Cruz, precisamente por todas esas barbaridades de la historia humana.