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El 24 de diciembre, el Sol comienza su progresión hacia el Norte tras tres días de “quietud” después de la noche más larga del año, la del solsticio de invierno. Queda así más alto en el cielo por cada día que pasa y hace que cada jornada sea un poco más larga que la anterior.
Comienza de esta forma el proceso de regeneración de vida que habrá de alcanzar su punto cumbre en la primavera. Es el “nacimiento” del astro rey, el dios de la vida, tal y como lo concibieron los antiguos. El “sol invictus” que derrota a la Oscuridad que dominó la vida de los hombres durante el invierno.
Pero tras la explicación astronómica, “como es arriba es abajo”, surgen las lecciones de las escuelas de misterios que siempre usaron el ciclo anual para ajustar sus ritos de iniciación y marcar los diferentes pasos del desarrollo de sus iniciados.
Hoy, seguimos practicando los rituales aunque no seamos conscientes de ello. Es lo que tiene usar elementos simbólicos por cuestiones estéticas una vez vaciados de la ideología para, o por, la que fueron dispuestos.
Es fácil asumir que el aspecto natural del triunfo de la luz sobre la oscuridad se cubra de significados análogos que se suman y cubren unos a otros a lo largo de la historia de los humanos. La interpretación esotérica del fenómeno astronómico tras el solsticio de invierno está justificada en todas las épocas bajo las narrativas apropiadas a cada momento como parte del mismo mensaje.
Reduciendo el paisaje a la versión cristiana, y limitándonos a una interpretación elemental de los acontecimientos y personajes relacionados con el portal de Belén, la cuestión se puede resumir, recurriendo a conceptos básicos extraídos de la Interpretación mística de la Navidad de Max Heindel y por ello limitado a un círculo concreto, pero al menos comprensible o, mejor dicho, orientador para atisbar otros niveles, en lo que sigue.
María es el aspecto femenino de todo ser humano, el alma. José, la parte masculina o intelecto, el proceso de aprendizaje y preparación por el que se dan las condiciones para que el principio universal de vida (Espíritu Santo) fecunde al alma y comience así el proceso de generación de un ser trascendido, Jesús, que culminará con la “cristificación”: el hombre muerto al ego y renacido como portador de la sabiduría trascendente.
El intelecto, José, ha de ser un acompañante del alma, María, ante el reconocimiento de que el alma imbuida del Espíritu supera sus capacidades de razón. De no hacerlo, la soberbia racionalista considerará que lo que ha ocurrido ha sido “adulterio” y repudiará a su compañera “infiel”, negándola y asumiendo una vida dominada por el hemisferio cerebral izquierdo, al estilo occidental de los últimos dos siglos.
María y José buscan refugio en la posada y no hay sitio para ellos. Los humanos están ocupados en sus asuntos cotidianos y no se preocupan por que nazca el Niño: la iniciación interior en potencia, sólo una posibilidad del desarrollo del individuo hasta que ocurra su realización efectiva.
Esa venida llega finalmente en el establo, edificación cuyas características físicas describen las condiciones de todo iniciado a los misterios en cualquier época; las duras condiciones de todo aquel que, en su persistencia por continuar el proceso de evolución y no encontrar hueco en la posada con el resto de paisanos, experimenta la miseria, la soledad y el aislamiento ante una comunidad a la que ya no pertenece.
La estrella que señala el pesebre es la Verdad que alumbra a quienes comprenden el acontecimiento de la iniciación y buscan apoyarlo. La estrella de cinco puntas es el símbolo del hombre imbuido del pentagrama luminoso que encierra las cinco grandes virtudes: bondad, justicia, amor, sabiduría y verdad. Sólo quienes conocen tales virtudes se acercan al pesebre.
Ante tales virtudes, todo poder terrenal –pensamiento, sentimiento y cuerpo físico—carece de poder y el iniciado sabe estar por encima de su autoridad. Es por ello que el Niño recibe oro cual rey superior a todos, incienso al estilo de un sumo sacerdote y la mirra necesaria en el embalsamamiento de los cuerpos, símbolo de quienes han vencido a la muerte física y han conocido el secreto espiritual de la inmortalidad.
En el establo hay un buey, símbolo del principio de generación –recordemos a Apis, el dios egipcio de la fertilidad—, y un asno, que representa la naturaleza inferior del hombre y su suprema ignorancia –ya puestos, recordemos a Seth, una de cuyas representaciones animales es el pollino—.
Cuando comienza todo camino iniciático, surgen duras luchas con las fuerzas de la sensualidad y la personalidad ignorante de los principios superiores. El iniciado logrará someterlas y ponerlas a su servicio, de modo que el buey y el asno dejan de ser “bestias” y se convierten en protectores que calientan al Niño en medio de un ambiente tan poco propicio para que suceda un episodio de parto.
No deja de tener su aquél, hablando de “sucesos simbólicos”, que el Papa negara la existencia de la mula y el buey. El rechazo de los símbolos iniciáticos es paradójicamente el mayor símbolo de cómo no existe aún la institución “exotérica” que pueda favorecer un mundo de hombres libres. En su lucha directa contra los impulsos más básicos, el cristianismo oficial siempre ha fomentado el sufrimiento y la frustración ante una batalla interna perdida de antemano, pues sólo desde la integración y el uso adecuado de los aspectos humanos, nunca desde su negación, el Niño podrá superar sus noches de frío en el establo.
Este acto de liberación del ser humano no puede más que aterrorizar a todo poder establecido, lo que nos permite enlazar con un símbolo más en esta historia: Herodes dispuesto al infanticidio para asegurar su posición.
El cinismo escondido tras las intenciones tutelares de todo poder, no sólo religioso sino también político, que se justifica en el horror del hombre a la libertad ha sido ejemplificado por Sloterdijk usando la historia del Gran Inquisidor que aparece en Los hermanos Karamazov de Dostoievski, donde el representante de la Iglesia recrimina a un Jesús apresado por la Inquisición haber sido excesivamente ingenuo con los hombres. Dice Sloterdijk:
Sólo unos pocos poseen el ánimo para la libertad que Jesús mostró cuando respondió a la pregunta del tentador en el desierto (¿por qué no transformas las piedras en pan en vez de morirte de hambre?) diciendo: “No sólo de pan vive el hombre”. Sólo en algunos pocos existe la fuerza de vencer el hambre. Los más rechazarán en todos los tiempos en nombre del pan la oferta de la libertad. Dicho de otra forma: generalmente, los hombres se hallan a la búsqueda de exoneraciones, facilidades, comodidades, rutinas y seguridades. Los que detentan el poder pueden en todo momento estar tranquilos de que la gran mayoría de los humanos se horrorice de la libertad y no conozca un motivo más profundo que el de entregar su libertad, erigir alrededor suyo cárceles y postrarse ante ídolos antiguos y modernos. En tal situación, ¿qué les queda por hacer a los cristianos señoriales, representantes de una religión de la libertad? El Gran Inquisidor comprende su ascenso al poder como una forma de autosacrificio:
Pero diremos que te obedemos y que dominamos en tu nombre. Los seguiremos engañando, pues a ti no te dejaremos volver a nosotros. En este engaño consistirá nuestro tormento, ya que tenemos que mentir.
(Sloterdijk, Crítica de la razón cínica)
El inquisidor estima que Jesús sobrestimó la capacidad de los hombres para perseguir su libertad, por eso la Iglesia decidió corregirle y pactar con el diablo la oferta que fue rechazada durante la estancia en el desierto:
Con un cinismo que quita el aliento, el Gran Inquisidor reprocha a Jesús no haber eliminado la incomodidad de la libertad; al revés, la ha agudizado. No ha aceptado al hombre tal como es él, sino que con su amor para con él le ha exigido por encima de sus fuerzas. En este sentido, los jefes posteriores de la Iglesia han sobrepasado a Cristo en su forma de amor fraternal –su amor está íntimamente penetrado de desprecio y de realismo—, pues ellos tomarían al hombre tal y como es: simple e infantil, cómodo y débil. No obstante, el sistema de una Iglesia dominante sólo se puede erigir sobre los hombros de hombres que acepten la carga moral del engaño consciente: a saber, sacerdotes que predican conscientemente lo contrario de la propia doctrina de Cristo, doctrina que han captado de la forma más exacta. Ciertamente, hablan el lenguaje cristiano de la libertad, pero colaboran con el sistema de las necesidades –pan, orden, fuerza, ley—que hace a los hombres manejables.
Hoy en día, el Gran Inquisidor que salva a los hombres de tener que ser libres es un gordinflón vestido de rojo, a todas luces incapaz de controlar sus apetitos, que trabaja en Nochebuena como repartidor de los productos con los cuales, como ocurría con las baratijas dadas a los indios en la época de su exterminio, las grandes corporaciones convierten la libertad del individuo en una farsa limitada a tentaciones y seducciones confortables para atraer a los hombres al servicio de unos fines que resultan ser de todo menos generosos.
Sloterdijk señala un tipo de cínico que se ajusta al de la sociedad occidental en su conjunto: el cínico integrado. Se trata de personas que saben que lo que hacen no conduce a nada, pero que sucumben a las presiones y al instinto de autoconservación. Aquello de que “si no lo hiciera yo, lo harían otros”. El cínico integrado es víctima y verdugo al mismo tiempo, y en ese doble juego,
porta una gran cantidad de infelicidad y necesidad lacrimógena fácilmente vulnerable. Hay en ello algo de pena por una “inocencia perdida”, de sentimiento por un saber mejor contra el que se dirige toda actuación y todo trabajo.
Debido a la falta de empuje de los egoísmos, las necesidades de supervivencia y autoafirmación, el cínico integrado no acepta valores nuevos ni una sabiduría superior que le ayude a salir del atolladero mental en que anda metido, pero debido a la intranquilidad, dice Sloterdijk, “esta conciencia cómplice se vuelve en busca de ingenuidades perdidas a las que no existe ninguna posibilidad de retorno, ya que las concienciaciones son irreversibles”.
El mes de diciembre se convierte en un cebo perfecto para el cínico integrado, o sea, para todo Occidente y parte de Oriente —salvo los explotados que tienen que fabricar los juguetes y demás abalorios, obvio— al combinar los sentimientos de compasión con el recurso a la nostalgia de una infancia irrecuperable pero siempre presente y el más absoluto de los desmadres: el consumismo como camino a la felicidad.
Curiosamente, las tradiciones mistéricas siempre han representado a Occidente como el lugar de entrada a los infiernos, allí donde descansa el Sol al final de cada día, mientras que el camino hacia Oriente era el del encuentro con una nueva luz que sacara al humano de las tinieblas. En un antiguo ritual de bautismo descrito en el siglo IV por Cirilo de Jerusalén, según cita Jean Danielou en Sacramentos y cultos según los santos padres, el aspirante se colocaba mirando a Occidente para renunciar a Satán, lo cual es explicado por Cirilo porque “Occidente es la región de las tinieblas visibles, y Satán, habiendo recibido en suerte las tinieblas, tiene en ellas su imperio”.
En este sentido, la antroposofía de Rudolf Steiner distingue entre fuerzas ahrimánicas y luciféricas. Tales fuerzas se consideran necesarias para el equilibrio cósmico y, en muchas ocasiones, su poder deriva de ser rechazadas y no asimiladas, debido a la reacción emocional de los “no iniciados” de odiar y querer, en lugar de elegir y asumir aceptando el balance.
Al igual que los arquetipos tienen su lado creativo y su lado oscuro, en el discurso antroposófico se dice que tanto el Demonio solar, Sorat, como el Cristo solar manejan a Lucifer y Ahrimán, pero con propósitos diferentes. Cristo los mantiene en equilibrio, y Sorat trata de desestabilizar el balance de fuerzas para así fomentar la destrucción.
Visto de esta manera, Lucifer y Ahrimán no son, simplemente, el mal. Ambos traen las fuerzas evolutivas humanas y terrenales que se necesitan para el desarrollo saludable y el cumplimiento de los planes cósmicos. Son las elecciones de cada individuo a la hora de relacionarse con tales fuerzas las que los convierten en buenos o malos.
El objetivo de Sorat es seducir a través de las fuerzas luciferinas y ahrimánicas para atraer al ser humano y destruirlo. Esta clave esotérica se describe de la forma en que detalla Robert Mason en un opúsculo titulado El advenimiento de Ahriman. Un ensayo sobre las fuerzas profundas detrás de la crisis mundial, de donde copio las ideas que vienen a continuación.
Ahrimán es la fuerza inspiradora del materialismo y del comercio, y su función es aumentar la rigidez del ser humano e impedir su tránsito al siguiente Periodo. Es, por tanto, una fuerza inmovilizadora que se basa en la mentira de que la realidad es equivalente a la materia. Según este pensamiento, el pensamiento científico impide el libre albedrío al exigir pruebas. Al aceptar las demostraciones, el individuo no tiene posibilidad de elección. La aceptación es automática. En este proceso, la conciencia no se individualiza, sino que se convierte en un ser grupal, un “homúnculo”.
El cientifismo ahrimánico ha desconectado el lenguaje de su vínculo espiritual que era el significado, haciendo que el significante quede vacío y permitiendo que sea un canal para la mentira. Las palabras son convencionalismos sin realidad en nuestra vida y así permitimos que quienes saben las usen para falsificar realidades.
(“La historia del siglo XX en clave esotérica“)
Ya están tardado los aspirantes a best-seller de misterios y cosas templarias, o algo así, para crear una historia en la que el gordinflón puesto de moda por ciertas marcas allá por los tiempos en que se inventó ese asunto del marketing y en que Edward Bernays fundó la “democracia del consumo” sea la expresión del triunfo de Sorat sobre Cristo en el manejo de las fuerzas ahrimánicas…
De momento, nos tenemos que conformar con otra más simplona, pero que viene bien para cerrar con cierto asueto tanta cosa esotérica y divagaciones simbólicas. Se trata de un Santa que en realidad, y efectivamente a raíz de todo lo dicho, es un demonio de tomo y lomo. Pero el tipo perdió una apuesta con un ángel allá por el primer milenio de nuestra era, así que tuvo que pasarse mil años haciendo de bueno.
Saldada la deuda, ya puede volver a dedicarse a lo suyo, que es por lo que sale de casa en navidad: asesinar al personal…
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