

En ese contexto, la figura de un tercero en discordia, José Antonio Pérez Tapia, resulta muy atractiva por provenir, no del aparato oficial, sino de la militancia anónima que conserva la ilusión por unas ideas de transformación, progreso y justicia en la sociedad, se adhiere a aquellos viejos ideales socialistas de justicia, igualdad y libertad que todavía no han sido pisoteados por los intereses del mercado y el sistema político que los favorece. Este candidato era, a todas luces, el perdedor por utópico de una confrontación que buscaba modificar antes el escaparate que la estructura del PSOE, y en la que ha resultado vencedora la apuesta del aparato. Yo hubiera estado entre los perdedores votantes de Tapias, satisfecho por haber tenido la oportunidad de manifestar mis preferencias perdedoras de manera tan inútil.


Por eso, y con dos ejemplos basta, me atraen los perdedores. Suelen tener la razón de su parte y la ética de su perdición. No vencen, pero convencen, y sus convicciones arraigan más en el tiempo que los triunfos materiales de los poderosos. La humildad de unos frente a la arrogancia de otros no tiene comparación y hay que ser muy cínico para hacer de comparsa con el ganador. Así que, puestos a decidir, yo escojo siempre al perdedor. No lo puedo evitar.