Revista Cultura y Ocio

Sin alevosía

Publicado el 18 mayo 2018 por Biblioteca Virtual Hispanica @BVHispanica


Mariví Cerisola Era infiel porque así nació. Le gustaban casi todas las mujeres: castañas, morenas y pelirrojas; rizadas y también lacias. Altas, no tanto, escuálidas y robustas. Las rubias eran las únicas que no tenían un número en su lista de conquistas; las dejaba de lado porque su madre había sido la güerita del barrio y se le hacía un impudor meterse bajo las sábanas con alguna parecida a su mamacita. Así era Alejandro Mendizola y así lo amaban y aceptaban sus mujeres. Porque, eso sí, él no les mentía nunca y su lema era: “Yo soy así y nunca voy a cambiar; quien me quiera, que me quiera como soy”. Y sí, asimismo era como lo querían todas, a su manera. Jamás le hicieron ningún escándalo ni le reclamaron nada porque Alejandro las tenía a todas contentas y bien servidas, y la que se subía a su carro sabía de antemano cómo era la meneada en su paraje.Muchos fueron los hijos que tuvo y a todos los tenía en la misma escuela. Por ende, todos eran amigos y a todos se los llevaba a misa los domingos y después a comer a la plaza grande para que aprendieran a ser tan buenos cristianos como hermanos. El cura del pueblo, que era su amigo por las pródigas caridades con que lo beneficiaba, había bautizado, comulgado y confirmado a la prole entera. Alejandro no tenía consentidos, pues con sus vástagos asumía el mismo método que con sus señoras: no hacer diferencias. Tan iguales unas como los otros. Las niñas tenían el nombre de las madres y las abuelas. Los niños, sin excepción, el suyo con algún aderezado: Pedro Alejandro, Alejandro Cruz, Carlos Alejandro, Alejandro Artemio y puros Álex con su consabido apéndice. En cada una de sus casas había un perro de la misma raza, el cuadro de un gallero colgado en el comedor, una sala de cuero con visos amielados, vigas de madera en los techos, cortinas de manta, losetas brillantes en el suelo, vasos de vidrio soplado y vajillas de cerámica. Lo único desigual en la decoración de cada vivienda era la mujer y los chiquillos que la habitaban. Y así andaba por la vida, queriendo y siendo querido sin problema alguno. Hasta que se le apareció la Muñe por la senda y, de un plumazo, se le desorientaron todas sus doctrinas.La descubrió una mañana cuando el sol aún no alcanzaba a calentar las azoteas y la ropa ondeaba húmeda en los tendederos. Nada más verla, supo que sus días gloriosos estaban por terminar. Supo también que no habría, en ningún dispensario de la zona, un antídoto para no envenenarse con esa risa de chorro que le salía a la Muñe y anegaba los ejidos de la región. Inevitable no caer rendido ante aquellos ojos que miraban más allá de las montañas, más lejos de lo más lejano y que eran más brillantes que una luna de noche abierta. Comprendió muchas cosas con sólo divisarla: los dolores del sentir, el canto de los cenzontles, el aullido de los coyotes montañeros y los suspiros que aventaban sus tías con la telenovela de las nueve. Se le agitaron las coyunturas, los vellos del cogote y los ventrículos del corazón. Por primera vez en su vida tuvo miedo de que la Catrina se lo llevara al mundo de las sombras sin antes dejarlo calar esa boca tan femenina que prometía quitarle de un jalón la sed con que había nacido.La Muñe lo miró de frente, con desgarro, con la razón de estar al tanto de que ese hombre grandote y moreno ya estaba hasta las cachas por su figura. Los dos se observaron, confesándose de adentro para afuera en ese lenguaje mudo que sólo oyen los que en algún punto del camino son tocados por las emociones.Desde ese momento, Alejandro y su Muñe se hicieron sólo una persona. Él se olvidó de que tenía otras casas, otras mujeres y muchos hijos e hijas que lo esperaban en vano con sus mejores galas domingueras para ir a la parroquia y luego a la plaza grande a comer tacos de maciza.La Muñe, con sus ojos crecidos que veían más distante que cualquier otro par de ojos, supo mirarle el alma a su nuevo amor e hizo todo y más para tenerlo sonriente y satisfecho. Se puso un mandil blanco con margaritas, aprendió a hacer tamales de chile colorado, cambió a su loro parlanchín por un perro y se hacía que era menos lista de lo que en realidad era para que su hombre moreno y grande se sintiera más indispensable de lo que era en realidad. Ambos se habían dicho y prometido, y entre tanta palabra y promesa, ella les bajó los dobladillos a sus faldas y les subió el escote a sus vestidos; ya no se pintaba la boca de carmesí y dejó de hacerse la permanente en el pelo. Él sólo prometió una cosa: no voltear los ojos hacia ninguna mujer que se le atravesara por delante. Ese ofrecimiento le bastaba a la Muñe, cuya canción favorita era la de “Yo jamás perdonaría ni adulterios ni traiciones”.El verano llegó al lugar como llegan todos los veranos: despejado, voluble, húmedo y caluroso. La venta de helados en la localidad se incrementaba, la gente vestía estival y ligera, el ambiente olía a verde recién cortado, y las mujeres, aquellas que hasta hacía un tiempo habían compartido al mismo hombre, ahora se reunían alrededor del quiosco de la plaza para compartir el abandono. No departían mucho entre ellas; sólo se observaban unas a otras con ese aire de asombro que permanece tras un lance inesperado.Un año con sus ocho meses había durado el romance y, una tarde, cuando el sol ardía sobre el piso de las terrazas y la ropa ya reseca esperaba ser descolgada de los tendederos, Alejandro y su Muñe daban un paseo por el empedrado. De pronto, se pararon afuera de la panadería a mirar los pasteles amerengados de cuatro, cinco y hasta ocho pisos que eran la especialidad de ese lugar. En ésas estaban cuando una ligera ráfaga de viento pasó rozándoles la cabeza y contemplaron su reflejo en el escaparate con los pelos enmarañados y un modo que no se parecía en nada al que antaño se veían en el espejo. Y fue allí, entre aquel boato dulce y adornos de bodas y quince años donde se descubrieron distintos. Tan distintos a esos que habían sido antes. Voltearon a verse una al otro con ese pasmo que surge tras una revelación espontánea. Y aquellos dos, que hasta ese momento habían sido sólo uno, de un jalón fragmentaron sus ensueños. Se dieron un abrazo largo y confundido, y se apartaron por la calzada en busca de sus personas.La historia enderezó su rumbo. La Muñe le subió el dobladillo a su falda y se bajó el escote. Arrojó al río el mandil con margaritas, se puso los labios bermellón y se hizo la permanente. Recuperó su risa de chorro con la que humedecía poblados enteros, y con el perro, al que ya le había tomado cariño, a su lado, se fue levantando silbidos hacia esos otros parajes que sus ojos, aquellos ojos que miraban más lejano que ningunos otros, ya habían divisado.Por su parte, Alejandro se dedicó a hacer la visita de las siete casas porque hacía un año con sus ocho meses que no llevaba a su tribu a la iglesia ni a comer tacos de maciza a la plaza grande.Los Alejandros Pedros y los Pedros Alejandros proliferaron por la región. Se volvieron a vender los cuadros de galleros, los taqueros hicieron su agosto cada domingo, pusieron más pupitres en la escuela y los criadores de esos perros de la misma raza tuvieron que ampliar el negocio.Así había nacido, infiel, y asimismo lo amaban y perdonaban sus mujeres. Porque a Alejandro le fascinaban las conquistas y tenía que ver con casi todas menos con las rubias, pues jamás se metería a la cama con una mujer de pelo amarillo que le recordara a la santa güerita que lo había traído al mundo.
FIN
MarivíCerisola. Algunas veces también Victoria, crea sus textos al ritmo de la luna. Nacida en Ciudad Obregón, Sonora, tiene el corazón chilango y una madre española. Ha publicado varias novelas para adolescentes e historias para niños. Irrumpe en el mundo de los adultos con sus cuentos y con su novela Benditos esos lunes de café. Inevitablemente, como buena canceriana, siempre se enamora de sus personajes. Es compiladora de esta antología.

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