Revista Arte
Sin el deseo de ver, no se verá; algo debe existir para amarlo, pero, sólo después se conocerá.
Por ArtepoesiaEl pintor alemán Franz Xaver Wintelhalter (1805-1873) se acabaría especializando en grandes retratos de la realeza europea de mediados del siglo XIX. Extraordinario creador, manejaría el color y la composición con una fuerza que llevaría a reflejar así el motivo retratado. Sin embargo, éste, el motivo, sería ya una gran justificación entonces para realzar la creación por encima de cualquier otra cosa. Los creadores vivirán en su época y en su entorno, y desarrollarán su labor creativa con los condicionamientos propios que les permitirán crear, y vivir. O, tal vez, ¿pudieron ellos también hacer otras cosas, pero no quisieron hacerlas? De todos los modos, ¿qué mayor grandeza a veces que realizar lo que impone la realidad con planteamientos ahora sutiles, y que dejará así el autor ya entre las peculiaridades de su genio? En su obra La emperatriz de Francia y sus damas de honor, Wintelhalter creará una extraordinaria escena de grupo campestre, donde nueve figuras de mujeres ahora conseguirán, al menos, que nos perdamos buscando cuál será aquí la emperatriz entre tantas hermosas, nobles y orgullosas damas retratadas.
En 1856, fecha de la creación pictórica, la emperatriz francesa era la española Eugenia de Montijo. El pintor alemán la pintaría muchas veces en retratos individuales, o con su pequeño hijo, pero aquí, en este grandioso óleo, llevaría a la emperatriz a rodearla de otras tan bellas o más mujeres, y que formarían por entonces el círculo en su corte imperial de las denominadas como damas de honor. El entorno elegido es un idílico paisaje, un bosque rococó colmado ya de ramas, árboles y hojas que enmarcarán además el solemne y espectacular cuadro. Luego de mirarlo, de hojear algunos comentarios, y de equivocarse también en acertar el rostro regio, se descubrirá ya que la emperatriz es la cuarta por la izquierda. Con un vestido blanco, flores en el pelo y unos lazos de color malva. ¿No parecería que pudiera serlo también la joven solitaria en primer plano que, con su mano izquierda, recogerá un ramo de flores? Estará en el centro, será su plano el más adecuado para estar rodeada de tan grandioso coro de bellezas. Pero, no, el autor situará al motivo principal de la obra en un lugar muy descentrado.
El pintor, como su modelo, obrarán aquí con una grandeza muy especial. En un caso, el creador, ofrecerá una composición excéntrica y original del sentido principal de su pintura; en otro, la real modelo, nos regalará aquí su muy grande nobleza personal, ya que, ¿qué mujer tan poderosa dejaría no ser ahora el centro y, además, estar rodeada de tan grandes y mejores bellezas femeninas? La realidad es que la grandeza de la personalidad de la emperatriz Eugenia (Granada, 1826 - Madrid, 1920) no ha sido suficientemente reconocida en la historia, ni francesa -el imperio no fue muy afortunado al final-, ni española -la castiza forma de eludir a los grandes personajes nacidos en el país pero autoexiliados en otra parte-. La pintura de Wintelhalter sería calificada luego de morir él como de romántica, brillante y superficial. No fue reconocido sino tan sólo por esa aristocracia que retratase ya en sus obras, un fiel reflejo del condicionamiento que unas creaciones puedan tener por las circunstancias en las que el propio creador se hubiese desarrollado.
Pocos años después de fallecer Winterhalter, el pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones (1833-1898) pintaría una de las versiones que hizo sobre su obra El espejo de Venus. En su obsesión por la visión prerrenacentista de la vida, estos creadores buscarían en la mitología y en lo sagrado las suaves y sutiles composiciones de una belleza ahora sugerida, elegantemente medieval y hierática, pero tan sólo sugerida. Es decir, mostraban ahora lo que ellos entendían que era una parte representada de la vida. Unos más y otros menos, porque formaron una cofradía más que una escuela de Arte definida. Pero, en su sentido más cercano a la pintura italiana del siglo XV, Burne-Jones buscará asombrar además de sugerir. Y lo primero que hará, al pintar una Venus mitológica, será confundirnos -también- con varias modelos dibujadas que puedan así represantarla además ahora ante su obra.
En este espejo de Venus, un estanque natural en plena naturaleza, se reflejarán aquí no ya una, ni dos, sino hasta diez figuras de mujer que mirarán -aunque no todas- las aguas cristalinas y reflejas de este cuadro. Consigue el autor volvernos a hacer mirar -con deseo- aquí cuál será, ahora, la maravillosa venus endiosada. Poco tardaremos, es cierto, en comprender ya que deberá ser la que está de pie, la única mujer derecha y levantada. Sin embargo, esta mujer se mirará ahora de lejos, con desgana, ni siquera veremos su reflejo ya en el agua. También aquí el pintor la descentrará de la imagen agrupada. No estará la diosa más hermosa en el centro de la obra, estará -como en la otra- en un extremo de la misma. Nueve figuras esta vez conformarán este cuadro. Ocho mujeres más que acompañarán a la diosa. Todas maravillosas además, como ella, como Venus, como diosas que buscarán aquí su reflejo en las aguas de este espejo. El pintor nos mostrará a una diosa diferente, como a su propia tendencia, para nada vanidosa, para nada esa estampa ya gloriosa de su única belleza, sino que ahora acompañada de otras figuras, tan hermosas, que podrían pasar por ella, por otra venus misteriosa, inaccesible o deseosa. Una tan sólo mirará directa ahora a la diosa, ésta no necesitará ya nada más para saberlo. Las demás mirarán todas su reflejo, y acercarán así sus ojos al estanque, con deseo, con miedo, con curiosidad o con el ánimo también de ver cuál será ya esa venus misteriosa, la que cada una ocultará además, cifrada, ahora perdida entre las aguas.
(Óleo del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones, El Espejo de Venus, 1877, Museo Gulbenkian, Lisboa; Cuadro La emperatriz Eugenia rodeada de sus damas de compañía, 1856, del pintor alemán Franz Winterhalter, Compiègne, Francia.)
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