
El cuerpo humano es un universo de asombros. Se relaciona con un entorno, generalmente hostil, salvaguardando un delicado equilibrio que denominamos homeostasis. El cuerpo sufre un desgaste inmisericorde que, indefectiblemente, le obliga a pagar una grave factura.Estar con vida es siempre una condición que entraña un grave peligro, porque implica la muerte. Mejor no pensar en ello.Por el momento, lector, seguimos respirando, alimentando nuestro organismo y defecando. En ocasiones escuchamos música, conversamos con amigos o conducimos un vehículo. Estamos involucrados en una aventura compartida con otros humanos que llamamos vida. Nuestro organismo nos sostiene en esta tarea, es la materia de lo que somos y, de hecho, constituye no sólo la forma, sino que determina y comparte aquello que llamamos esencia. El cuerpo no es un simple envoltorio; es algo más. Mucho más.Hay órganos fascinantes. El corazón, dividido en cuatro cámaras, bombea sangre a una red de venas, arterias y capilares que, puestos en fila, llegarían de la Tierra a la Luna. Es por esto que el corazón genera en un solo día la energía suficiente como para elevar un automóvil a la altura a la que vuelan los aviones: 10.000 metros. Son datos que apabullan ¿Qué sucede si nos falla una parte del corazón? A menudo sobreviene la muerte. Pero hay un órgano más ininteligible y fascinante; un entramado de conexiones electroquímicas de una complejidad casi inconmensurable. El cerebro.
La pregunta es: ¿qué pasaría si cortase un cerebro por la mitad, si vaciase el cráneo en una parte substancial? La respuesta parece clara: ello tendría que suponer la muerte.Pero ¿Y si el paciente sobrevive? Los daños se suponen formidables. Como todo el mundo sabe, tenemos el cerebro dividido en dos hemisferios casi simétricos, pero que tienen diversas funciones. Por ejemplo, el hemisferio izquierdo domina todo lo que tiene que ver con el lenguaje. De hecho, curiosamente, el hemisferio izquierdo (mayor en las mujeres) madura antes que el derecho durante la niñez, cuando adquirimos el habla.




El segundo es una consecuencia del primero: el tamaño no importa. La mujer tiene de media un cerebro más pequeño que el hombre, y no por ello es menos inteligente (tampoco lo es más). El neandertal tenía un cerebro mayor que el nuestro y, sin embargo, las pruebas indican que nuestra capacidad cognitiva era mayor. No importa el tamaño, decimos; importa cómo se estructura la mente. Cuando nacemos dedicamos buena parte de la energía que consumimos a una tarea fascinante: desmontar la estructura neuronal con la que nacemos y rediseñar otra muy distinta. Todos nacemos con un oído tonal perfecto, como el que tenía Mozart, pero (la gran mayoría) lo perdemos cuando adquirimos el habla. Nacemos con unos reflejos muy primitivos, heredados de nuestros ancestros arborícolas, que superamos con el desarrollo neuronal. Un recién nacido es capaz de sostenerse en pie agarrándose a los dedos del pediatra; es una facultad motora que pierde muy pronto. Este proceso de moldeado ¿cuándo termina? Sorprendentemente tarde. El director de orquesta, el lóbulo prefrontal, acaba su desarrollo hacia los 24 años. Esto explica que niños con dolencias como el Déficit de Atención con (o sin) Hiperactividad muestren una mejora significativa en la edad adulta, superada la adolescencia. Les ayuda, precisamente, el desarrollo de este lóbulo prefrontal.





Antonio Carrillo