La historia de Eva Analía De Jesús que Adriana Carrasco contó en el suplemento Soy de Página/12 atenta contra la fe en Dios o, en otras palabras, contra la idea de un Dios omnipresente, justo, misericordioso. Parafraseando el célebre verso de la canción Yo soy Juan de León Gieco, el Señor parece haber estado poco y nada en la vida de esta argentina de 42 años, que resumimos a partir de los siguientes datos: de niña nunca tuvo domicilio fijo; entre los 10 y los 13 años sufrió abusos sexuales sistemáticos por parte de su padrastro; terminó la escuela primaria a duras penas; nunca consiguió un trabajo formal (se gana la vida como jardinera y limpiando galpones); se construyó sola una casita y se la incendiaron por ser lesbiana; por su condición sexual también padeció agresiones físicas y verbales; está presa por haber matado a uno de los diez hombres que -justo el Día de la Madre de 2016- la atacaron al grito de “Te vamos a empalar, tortillera”.
“¿Quién te va a querer tocar o abusar a vos si sos horrible?” le dijeron en la comisaría 2ª de la localidad bonaerense de San Miguel cuando Higui -así la llaman sus amigos- contó porqué se defendió con un cuchillo. Los policías que la recibieron toda lastimada prefirieron creer la versión de uno de los agresores, devenido en denunciante: Analía se metió en una pelea entre dos pibes, y para separarlos apuñaló a uno de ellos por la espalda.
El pase de diapositivas requiere JavaScript.
Importa muy poco la constatación de los médicos forenses de que el puntazo mortal fue aplicado de frente. Tampoco las irregularidades de todo tipo que describe el artículo de Carrasco. Para botón de muestra, vale reproducir el siguiente testimonio de una hermana de Eva Analía:
“En la comisaría no había médico legista y a Higui le tomaron las fotos igual, desnuda. La tuvieron toda la noche incomunicada, tirada en un calabozo, golpeada y ensangrentada. El miércoles me dijeron en la comisaría que la iban a hacer atender por los golpes y no hicieron nada. Y que la fiscalía iba a analizar la ropa que llevaba; la ropa no figura en la causa y dicen que sigue en la comisaría. Ni siquiera le permitían ir al baño.
El jueves un forense le sacó fotos pero no la atendió de los golpes. Después la llevaron al destacamento donde se encuentra ahora. Allí levantó fiebre ese domingo. Se asustaron y la llevaron a que la viera un médico. Recién ese día le hicieron estudios de todo tipo. Antes sólo le habían hecho dosaje de alcohol en sangre. El fiscal se le reía, no le creyó nada”.
Según el artículo publicado el viernes pasado, Eva Analía se encuentra detenida en un destacamento de la localidad bonaerense de San Martín. Sus familiares no quieren precisar datos por miedo a las represalias, no sólo de los agresores que están libres y los amenazan, sino de un Estado que los maltrata (las falsedades redactadas en el expediente de la causa y la inacción de la abogada de oficio que intervino en un primer momento constituyen otra prueba contundente de violencia institucional).
Cuesta encontrar elementos tangibles para probar la existencia de Dios y, en particular, si Le cabe alguna responsabilidad por vidas estrelladas como la de Higui. En cambio, abundan los informes con datos objetivos que ilustran la suerte desgraciada que esas vidas desfavorecidas corren en países cuyos Estados prescinden del Derecho o lo aplican de manera discrecional.
Hasta octubre del año pasado, el Estado argentino brilló por su ausencia en la vida de Eva Analía De Jesús: no intervino ni para rescatarla de un hogar inestable que incluía a un padrastro violador, ni para asegurarle el derecho a cursar la escuela secundaria, ni para ofrecerle algún programa de inserción laboral formal, ni para protegerla de las agresiones homofóbicas.
El Estado argentino tardó más de cuarenta años en reparar en la existencia de esta ciudadana. Lo hizo recién cuando la (re)conoció como victimaria e intervino, no “con todo el peso de la Ley” como suele decirse en las películas edificantes, sino con absoluto desprecio por el Derecho.