Revista Terror

Sin novedad en la casa de los horrores

Por El Patíbulo

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Publicado el 27 marzo, 2013 | por Óscar Sainz de la Maza

Sin novedad en la casa de los horrores
Hace más de treinta años, un grupo de jóvenes directores rebeldes inauguró un género tan oscuro como explícito; el “New Horror”. Poco queda hoy día de ese espíritu contestatario y experimental.

Los años setenta fueron el escenario de numerosos episodios memorables en los Estados Unidos de América. Fue la década en la que el FBI popularizó el término “serial killer” en un intento de atrapar homicidas, provocando una avalancha de asesinatos cometidos por psicópatas en busca de notoriedad. Fueron los años, también, en que la guerra en Vietnam alcanzó su punto más apocalíptico e inhumano, proporcionando esas imágenes en que Wes Craven se inspiraría para su La última casa a la izquierda (1972). Pero fue especialmente el momento en que un decidido Tobe Hooper entró en el comedor de un mafioso italiano con vistas a solicitar financiación para su nuevo proyecto. “The Texas Chainsaw Massacre”.

El joven director basó su argumento en los crímenes del macabro Ed Gein en los cincuenta, aunque la idea de la motosierra se le ocurrió una tarde en que se sintió atrapado en un centro comercial, y se imaginó abriéndose paso a través de la sofocante multitud con la ayuda de dicha herramienta. La mascara de cuero la sacó de la experiencia de un amigo suyo, estudiante de Medicina que se había hecho una máscara con la piel de un cadáver para lucirla en Halloween. Finalmente decidió aprovecharse de las facilidades que el estado de Texas concedía a los realizadores nóveles y se buscó el entorno perfecto. Una asfixiante y terrorífica casa perdida en medio de la nada más agreste. Sólo faltaba la financiación. Hooper acudió a una tropa de hampones italianos que se habían enriquecido produciendo Deep Throat (1972), el afamado taquillazo pornográfico. La sala donde se produjo la reunión la ocupaba una gran mesa llena de antipasti, y en mitad de la entrevista, un trajeado individuo entró para preguntarle al jerifalte qué pulsera de diamantes prefería regalarle a su esposa. Los italianos, al fin y al cabo, habían sido los únicos que se atrevían a producir aquello.

El rodaje fue uno de los más infernales conocidos en la Historia del Cine sólo superado, quizá, por el de Apocalipsis Now. Todo se rodó en dos semanas, tiempo en que no dejaron a Gunnar Hansen quitarse la máscara de “Cara de Cuero” ni cambiarse de ropa por miedo a que lo reflejara el metraje. Al final, Hansen tuvo que sentarse solo para comer, su olor ahuyentaba hasta al más amigo. En la escena final en la que “Leatherface” baila enloquecido con su motosierra, el actor confesó lo que realmente le motivaba. “Noté que cuando me acercaba a Tobe y al cámara con la motosierra se agachaban. Me temían. Comencé a bailar cerca de ellos pensando en que me podía vengar por todo lo que me había hecho pasar esas dos semanas.” Para colmo, la actriz principal, Marylin Burns, era una camarera reciclada en “scream queen” tras haberse liado con el abogado adecuado. Los favoritismos de éste la hicieron poco popular entre los miembros del cast. En una escena del rodaje donde se le atacaba y acuchillaba encima de una mesa de cocina, los actores mareados de tanto calor y rencores la empezaron a agredir de verdad, incluído algún corte que otro. Fue un rodaje deshumanizador, y todo para que apenas se ganaran unos pavos los actores principales. Uno de ellos juraría matar a Hooper con sus propias manos; la escena se acercaba al gore de la película en sí.

Comenzaban aquellos años a despuntar un grupo de locos geniales. “Enfermos” que veían el género de terror como un nuevo arte experimental para denunciar los horrores de la sociedad. De imágenes crudas, explícitas y sangrientas, usaban el horror como arma contracultural. El propio Gunnar Hansen confesaba que el género triunfaba porque revelaba que “el mundo no es tan bonito como creemos que es.” Mostraba la violencia sin tapujos, aunque siguiera utilizando la anticipación del crimen como factor principal de suspense. Directores como Tobe Hooper o Darío Argento iban más allá y lo veían como una catarsis. Stephen King llegaba a definirlo como “un ensayo para la propia muerte”.

Sin novedad en la casa de los horrores

Este “New Horror” era capaz de seducir al público al recurrir a sus mismos miedos: La muerte, la pérdida de un ser querido, mutilación… Las ideas, de hecho, se tomaron de detalles reales extraídos de la infancia de los directores. Wes Craven construyó la apariencia de Freddy Krueger sobre el recuerdo de un individuo con cicatrices y sombrero que le acechó a él y a su hermano una oscura noche de tormenta. Y en el fondo la cuestión de los sueños como algo capaz de matar al que los sueña, está también basada en hechos reales. Craven había leído en la prensa que algunos refugiados camboyanos del Medio Oeste, aterrorizados por el recuerdo del infierno jemer, no lograban identificar sus pesadillas como tales, creyendo subsconscientemente que seguían en la realidad y acabando por morir dolorosamente entre las sábanas.

En cuanto a Guillermo del Toro, sacó inspiración de experiencias personales muy variadas. Ya desde la cuna hizo un pacto con los monstruos de la alfombra para que le dejaran ir al baño. El espinazo del Diablo (2001) recordaba el paso de Del Toro por un colegio de jesuítas, donde llegó a sentir el hálito del fantasma de su tío. No todos estos episodios habían de ser traumáticos, sin embargo. En Cronos (1993), la muerte de su abuela le condicionó para que el guión cambiara hasta el punto de volverse una tierna historia de amor entre un abuelo y su nieto, testigo del horror. No es casualidad que sus protagonistas sean todos niños como los de El laberinto del fauno (2006) o los filmes antes citados. Sabe que el niño es el mejor testigo dado que no juzga, es enteramente emocional. Quizás sea precisamente un niño el director, ya que reconoce “haber alcanzado a los treinta y ocho años la felicidad legendaria de un crío de ocho. Como estar congelado en la infancia”.

No todo lo que rodea al género proviene de traumas de infancia. Hay mucha filosofía detrás de la consideración del horror como adicción catártica. Y mucho espíritu de rebelión: En plenos años setenta, enfrentándose al establishment del Watergate y Vietnam, estos directores decidieron plantarle cara a Hollywood y sus reglas morales. La negación del final feliz. La negación de la sutileza, mostrando “la pornografía de la violencia” (John Carpenter) al completo. El mismo realizador dividía el horror en dos clases: Que venga de fuera, como el invasor, o que venga desde dentro, como en su mítica Halloween (1978). Él mismo llegó a combinar magistralmente ambos en The Thing (1982), donde un agente infeccioso invade una base antártica, poseyendo a sus ocupantes entre acordes de sintetizador de una banda sonora memorable.

Toda esta “sinceridad” visual no pudo pasarle inadvertida al MPAA y al sistema de censura estadounidense, donde se muestran claramente las ataduras de los directores a la hora de tener que recibir instrucciones de la productora sobre qué es comercializable y qué no. La película Shocker (1987) fue cortada trece veces antes de su estreno, y el único filme de Wes Craven que no dejó censurar hubo de estrenarse “clasificado R” ; los menores estaban prohibidos en la sala y cualquier negocio con Blockbuster automáticamente anulado.

Sin novedad en la casa de los horrores

Los inicios del “New Horror” se adelantaron a los setenta, de hecho. Psicosis (1960) de Alfred Hitchcock ya rescataba la idea “carpenteriana” del horror desde dentro, y La noche de los muertos vivientes (1968) de George A. Romero introducía en escena una nueva clase de monstruo, el zombie, allí donde las clásicas momias y mostruosidades anfibias se estaban batiendo en retirada. La década fuerte arrancó en los setenta con Wes Craven, Tobe Hooper, John Carpenter y el surrealista Darío Argento. Fueron los días en los que Roman Polanski vivía bajo la sombra del brutal asesinato ritual de Sharon Tate. “Usted no estuvo en mi casa de Los Ángeles el verano pasado – le increpó a un periodista que le señalaba la gratuidad de sangre en Macbeth (1971)- Usted no sabe aún lo que es la sangre”.

Desgraciadamente, y a pesar de que Romero intentara hacer una película de zombies por cada década que pasaba, y así adaptarse a cada una de ellas, lo cierto es que el “New Horror” no sobrevivió al cambio de siglo. Al contrario que la ciencia-ficción, que despegó sin vacilar, el cine del horror crudo y la denuncia social no pudo escapar de unos esquemas repetitivos, unas secuelas exhaustivas y una audiencia que finalmente había dejado de interesarse por contestarle al sistema. Hoy en día queda un sucedáneo comercial de todo aquello, todavía muy rentable pero sustentado enteramente en remakes vacíos. El estandarte del terror se acerca más a películas como Cisne negro o The crazies (ambas de 2010) mientras se aleja de figuras como Freddy Krueger y Michael Myers.

Por eso precisamente éste puede resultar el momento idóneo para recordar a los maestros clásicos. Aquel Darío Argento que sabía que las dudas acerca de la existencia de un mundo alternativo al nuestro, y la ilógica de la violencia nos aterrorizarían por siempre. Aquel John Carpenter que dijo que “los monstruos existen… en el cine”, pero también aquel Guillermo del Toro que sintió el paso del espectro de su tío.  Todos ellos revolucionaron el género del chillido, con perversión y con descaro. Pero, ¿por qué nos gustó tanto que nos escandalizaran, nos asustaran y nos ofendieran? La misma pregunta se la hicieron a George A. Romero para el documental Masters of Horror (2003), y la respuesta da qué pensar sobre la motivación de aquellos jóvenes descastados. El creador del apocalipsis zombie repuso:  “También hay a quien le gustan las guindillas”. En el fondo, la cabeza deforme y con patas de araña de The Thing constituirá siempre el incómodo y adictivo espejo en el que se refleja nuestra ausencia de humanidad.


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