Revista Cine

Sine die

Publicado el 27 febrero 2013 por Jesuscortes

La escena final de “Salò o le 120 giornate di Sodoma” es una de las mejores clausuras que nunca haya tenido una película. La sala decorada con pinturas cubistas, el chico que cambia la música del aparato de radio y vuelve a entrar la melodía de los títulos de crédito del principio, el otro chico que se levanta y empiezan a bailar. Le pregunta, mientras se acompasan, cómo se llama su novia. “Margherita” contesta. SINE DIE Los dos chicos bailando, probablemente heterosexuales, escenifican en un minuto cómo germina una semilla que no es la de la licencia para la depravación o la sodomía a las que han tenido acceso: no olvidemos que son dos “guardianes”, facultados y jaleados para abusar de las víctimas a cambio de entrar en el juego de los amos.
Para ellos, la acumulación de acontecimientos que conduce al sometimiento de las voluntades de los esclavos, no supone tampoco movimiento alguno en la escala - serán siempre simples soldados y a eso deberán atenerse - sino la consolidación de una posición de indiferente disfrute bajo la cómoda sombra del sistema opresor con los que son inferiores. Inferiores por decreto, porque alguien tiene que serlo; jóvenes porque es más fácil.  Imitando tímida y bufamente - sin contraplano de aprobación, no es necesario - los roles desplegados por los "mayores" (en concreto una larga escena hacia la mitad del film, cuando la cámara sigue por la Sala donde se cuentan sucias historias para "enaltecer la líbido", a uno de los amos y una de las fabuladoras) se perpetúa de la peor manera posible lo visto y oído. Al amparo del escenario profusamente lleno de los nuevos símbolos (el arte, seguramente expoliado; la silla frente a la ventana, para contemplar con anteojos, indolente, impune, sordamente los efectos de las sentencias y condenas impuestas; las puertas abiertas: nada hay que temer si se controla todo...), los chicos, entre risas y sin apercibirse de ello, encarnan todo el sentido del film. No opta Pier Paolo Pasolini por ponerse in extremis en la piel ni “de parte”, adoptando su punto de vista, de los espectadores, escenificando un final (y era inminente, estamos en el otoño-invierno entre el 44 y el 45) para la humillación de aquellos inocentes.
Ni rastro de aliados, ni por tierra ni por aire.
Ni siquiera un amago de rebelión o una mirada al fin armada de valor o asqueada por no encontrar límites a las barbaridades contempladas.
Hubiese sido la decisión más agradecida por muchos, pero el sufrimiento expresado en las imágenes, indecible conforme avanzan los “ciclos” (de las manías, de la mierda y de la sangre), insoportable ya en la pavorosa escena de las torturas en esa arena que parece la de un circo, no será mitigado ni aliviado en lo más mínimo.
Cada uno de esos ciclos retrocede siglos respecto al anterior.
Las manías parecen divertimentos dieciochescos o decimonónicos. Recordemos a Hélène Surgère arreglándose frente al espejo en su habitación versallesca, el juego de la masturbación con el maniquí o la discusión en torno a la cita para saber si pertenece a Baudelaire o a Nietzsche (y resulta ser de San Pablo): "No hay perdón sin derramamiento de sangre". 
Por otra parte, cuando llegan los banquetes de excrementos del segundo ciclo, todo remite al medievo: los orinales, los blusones blancos para dormir, las mesas dispuestas como en un refectorio, los toneles de madera, los látigos...
Las torturas del último estadío finalmente alcanzan a la antigua Roma (esa mencionada arena para gladiadores inermes, el saludo fascista del chico descubierto con la criada) y aún habrá una boda simulada con uno de los amos ataviado como un sumo sacerdote egipcio. Tampoco escoge Pasolini otra tentadora posibilidad, la de erigirse en portavoz o hacedor máximo (nada le hubiese vestido peor, supongo) y lanzar un gran mensaje para la posteridad, coronando el granítico monolito que acababa de crear.
Se podrán saber muchas cosas en torno suyo, hacer mil elucubraciones y montar todas las teorías que se quieran, apoyadas en los más diversos argumentos, sobre cómo pensaba y qué concepto tuvo del mundo, pero desde luego nada en su cine hace ver que tuviese interés en pontificar, dar ejemplo, dictar lecciones, sentar cátedra, reclamar liderazgo, hacerse el listo o tomar ventaja aprovechando que sabía que su voz sería escuchada. En esa tranquila escena de baile, eternizada al fundirse con la palabra FINE, están sin embargo, en off, todos esos chicos y chicas anónimos, realmente los menos protagonistas del film, de los que no sabemos nada, ni cómo se llaman, excepto que aún hoy pudieron ser los abuelos o familiares de muchos espectadores (llegará el momento en que ese vínculo se difumine por el paso de las generaciones), condenados hasta no se sabe cuándo a lo escrito en un librito de reglas que tampoco conocemos apenas.
Lo más doloroso es que no saben nada acerca de ese cuándo.

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