The New Yorker recreaba ayer un buen análisis, en forma de diálogo con dos puntos de vista, sobre el inminente ataque relámpago contra las fuerzas de Bashar al Assad. Las guerras empiezan cuando los poderosos deciden, pero luego adquieren vida propia. Empiezan en los despachos y se alimentan de sangre en calles y campos. Son lo que aquí llamamos daños colaterales, víctimas invisibles sin derecho siquiera a unos minutos en los informativos de televisión. Cuando eso sucede, la guerra ya no acaba nunca.