Pocos lugares en la tierra excitan tanto la imaginación como las tierras rojas, los paisajes sin límites y la cultura aborigen del continente australiano. Bruce Chatwin, viajero-escritor aquejado de la enfermedad del “horror del domicilio”, como la describía Baudelaire en sus Diarios íntimos, recorrió el país para dejarnos un libro, Los trazos de la canción (The songlines, 1987), que incita al desventurado que ose adentrarse en él, a preparar de inmediato su maleta.
Snowtown, lugar donde transcurre la historia, me recordó el título de otra majestuosa película, Yo vi al diablo. Perdida en un suburbio de la ciudad de Adelaida la familia del adolescente Jamie, sus hermanos y su madre (el padre ha desaparecido hace mucho tiempo), sobreviven pasando el tiempo como pueden, con sus vecinos (a evitar), disparando a los canguros (en Australia no es necesario pertenecer a la realeza para ir de caza) o bebiéndose hasta el agua de los floreros (decoración que, evidentemente, no se considera necesaria).
Pasados los cinco primeros minutos, muy duros, de este “desperate village” queda todavía lo peor de la historia y lo mejor del film, la llegada del diablo en el personaje de John Bunting. Amable con su madre, encantador con los niños, simpático y comprensivo ante Jamie, se va incrustando en la familia, remplazando la figura paternal desaparecida y conquistando a todos. La sombra de La noche del cazador (1955) del genial Charles Laughton es alargada y su influencia, versión gore por momentos, se deja sentir. Basada en los asesinatos reales de un serial killer de los años 90, la película molesta tanto porque se encarga de mostrar el esquema de manipulación de su protagonista y confirmar que todos los demonios no llevan cuernos y se llaman Luci (y otros diablos del montón). Maléfica e imprescindible. Advertencia: se abstengan los enganchados a Sonrisas y lágrimas (1965).