Puesto porJCP on Feb 7, 2015 in Autores
Actualitas, non veritas, facit legem
Aunque se engrandece con el desarrollo de la tecnología y constituye un cuerpo normativo, el Estado no es un aparato. Sin embargo, los empobrecidos, los enmudecidos, los oprimidos, los envidiosos y los hijos de la fantasía sólida, asqueados por el comportamiento de la clase gobernante y, a la vez, obnublilados por la eficacia ‘humanitaria’ del poder, tienden instintivamente a invertir el sentido del constructo apolítico que ordena mecánicamente sus vidas. Creen que la misma máquina que los somete, bien empleada, podría liberarlos. Pero, desgraciadamente para ellos, la tecno-administración puesta al servicio de las masas ha sido mucho mejor instrumento de opresión que de mejora de las condiciones físicas del ganado social. Así, las plataformas ciudadanas que han aparecido por todas partes buscando la ‘hegemonía’ se llaman políticas o apolíticas sin ser una cosa ni la otra. Y las organizaciones que se autodenominan herederas y abanderadas del 15M no son sino saprófitas de la energía política difusa que este movimiento liberó.
La mentira es inevitable cuando se trata de participar en la vida del Estado no porque el Estado sea ontológicamente falaz, sino porque como sustituto de la Política sólo admite en su seno la representación de los intereses de individuos o grupos concretos y como instancia decisoria única (o última, es lo mismo: destino, Dios, autologos) su autoridad deriva mucho más de la competencia que de la colaboración. En definitiva, el Estado ordena la sociedad conforme a un criterio espectacular, fundado en la representación de la representación o el egotismo reflejado en un espejo que somos todos, sin ser nadie, sin ser lo público y que sirve de herramienta a muy pocos.
Es en este lugar donde la falsificación del lenguaje es insoslayable. Empleada con conocimiento de causa, la palabra hegemonía es un eufemismo de la ambición de Poder como la palabra votar es eufemismo de aceptar la sumisión al poderoso de turno. Comprendiendo esto, la interesada contraposición entre hegemonía y dominación que hacen los podemosos, como si se tratase de caminos opuestos para la consecución de dos estatutos de poder distintos (el legítimo o moral, propio, y el ilegítimo o amoral, ajeno) y nada tuvieran que ver la una con la otra, resulta evidentemente falsa. La hegemonía no es lo opuesto a la dominación, sino el camino de baldosas amarillas que los estadistas tienden en pos de esta. Después, en la Ciudad Esmeralda, una voz de opereta dirá a quienes quieran encontrar el prometido hogar político: ‘No os preocupéis, nosotros os representaremos desde nuestro palacio tecno-mágico y, si cumplís fielmente con las labores que os encomendemos, podréis vivir vuestra vida bien atendidos y en paz’.
Como decimos, hegemonía es un concepto del Poder. Se puede entender como la toma de ventaja anterior y posterior a la adquisición del control del Estado por parte de un grupo que generalmente dice representar a un sector mayoritario de la sociedad. El acceso a la información privilegiada y a los medios de comunicación de masas son el atajo hacia la hegemonía, y la hegemonía es el atajo hacia el Estado; atajo que, curiosamente, se torna en legitimación posterior de los actos de gobierno. Pero sería iluso pensar que la hegemonía está al alcance de cualquiera, como si la estructura estatal existente no hiciese discriminaciones radicales entre individuos, familias, clanes, gremios, instituciones, estamentos y oligarquías, además de obligar a quienes tratan de ser hegemónicos a hacer política, dejando de ser políticos. Y, convencidos de que este comportamiento es estructural dentro de las sociedades ‘abiertas’, los analistas llaman sociedad política al espacio-tiempo en el que las oligarquías pugnan por el poder, confundiendo interesadamente la actualidad del poder con la plaza del pueblo o el ágora de la polis. Estamos ante un engaño muy semejante al que utilizan los liberales que elogian la igualdad de oportunidades ante la adquisición de riqueza con la sola intención de conservarla en manos de quienes ya la tienen y, de paso, robustecer ese Estado que tanto dicen despreciar.
La hipocresía esencial de la palabra hegemonía cuando significa obtención del favor de la “opinión pública”, está en la asunción previa de que la relación de poder profunda no debe cambiar. Sin dictadura impuesta por un grupo asentado en una estructura económica emergente, sin violencia y asumiendo que las grandes poblaciones son incapaces de organizarse políticamente como un todo en el que las comunidades vivenciales sean el ámbito real de la toma de decisiones por parte de los individuos, se está diciendo que a fin de cuentas es el éxito de la propaganda entendida como oferta mercantil de un producto ideológico más o menos elaborado y más o menos atractivo lo que legitima la sustitución de una oligarquía por otra. Este paralelismo entre el tele-comercio y el tele-poder era previsible si se entiende que el poder es lo antitético a la política en lo cual el esfuerzo por tomar una decisión propia, y hacer frente a sus consecuencias, se sustituye por el consumo crítico, muy crítico, de la decisión ajena y la narcótica irresponsabilidad que ello conlleva. La libertad se ejerce en común y la política se construye interminablemente, como el famoso Cristo de Bakunin, mientras que el poder sólo se digiere en forma de derecho, Derecho, concesión, prebenda, ideología, autoridad o moral.
Cuando Gramsci dice que la ideología es la manera en la que los hombres toman conciencia de los conflictos estructurales, no puede tener en mente la idea de esta hegemonía publicitaria, sino que amplía la hegemonía leninista, es decir, el camino hacia la dictadura del proletariado, hasta convertirla en una coronación de la filosofía en el sentido de reconciliación entre teoría y acción, unión capaz de establecer un nuevo paradigma cultural. Exactamente el camino contrario a la hegemonía entendida como discusión y selección de las ideas en una sociedad interesadamente idealizada. Gramsci es hijo del liberalismo en tanto que marxista: comprende la política como producción de nuevas estructuras de dominación social. Podría decirse que habla de una hegemonía cultural industrial. La teoría de la hegemonía cultural es neoliberal en tanto que postmarxista pues comprende el favor de las masas como un efecto supraestructural de los réditos obtenidos tras la reestructuración social. Es hegemonía cultural financiera o, dicho de otra manera, actualidad. Por eso la fórmula de Hobbes auctoritas non veritas facit legem ha sufrido una ilustrativa evolución en su paso por el reino del Estado. Primero, como era de prever, pasó a ser potestas non veritas facit legem pero ahora, cuando el taimado poder reniega de si mismo sembrando soberanías por doquier y la autoridad sólo es prescripción de éticas ideológicas pret a porter, el viejo adagio hobbiano muestra un calamitoso actualitas, non veritas, facit legem.
La tenue pero pertinaz necesidad de sacudirse la endogamia sociológica y cultural que padecen las oligarquías establecidas (necesidad que proviene del desgaste de su propia imagen teatral en la mencionada actualidad) alimenta de buen grado la hegemonía de las oligarquías emergentes hasta que llega el momento en que aquellas se ven en peligro de ser desplazadas del Gobierno, momento que -si es más o menos convulso- la Historia denomina revolución. Pero la hegemonía social nunca deja de ser hegemonía oligárquica, producto y beneficio de grupos muy reducidos y privilegiados con el estatuto económico, la ambición, la inteligencia y la ausencia de escrúpulos morales necesarios para constituir los nuevos cuadros de mando con la menor inversión de energía posible. Por eso la llamada hegemonía cultural quizá no sea más que la disposición de una nueva élite a tomar el poder y la justificación de esa ambición. Y dicha élite cumplirá inexorablemente el mandamiento de, primero, cuando está necesitada de publicidad, confiarse demagógicamente a las masas para asentar su capacidad de influencia y, después, abominar de ellas para deshacerse de su engorroso tratamiento mostrando ante los grupos competidores -a los cuales se pretende arrebatar el poder, mientras se comparte con ellos la administración- que está suficientemente madura como para tocarse “con un halo de responsabilidad, que es la ética que se han fabricado los políticos sin convicciones ni principios” (Rafael Serrano en “Recomposición política”). Responsabilidad de Estado, una vez que desplaza la legitimación desde la vitalidad fermentada de la masa hegemonizante (en eso consiste la soberanía popular actualizada) hasta el triste deber de meterla en cintura. En cuanto el nuevo partido accede al gobierno la necesidad de pastorear al agradecido rebaño produce la epifanía amnésica necesaria para que entre en escena la dominación. Al final el tan cacareado cambio nunca comienza significando nuevos derechos de la población sino más bien lo contrario, pues las oligarquías ascendentes suelen dar prioridad a la legislación represora de los privilegios, ambiciones y comportamientos de los grupos enemigos que a la legislación institucionalizadora de los ideales propios.