Revista Arte
Por Javier González Panizo
Al referirse a Ángela de la Cruz, lo más común viene siendo el enfatizar el hecho de haber sido la primera artista española en optar el Premio Turner. Aún siendo esto cierto, la verdad es que dice bastante poco: aunque española de nacimiento, artísticamente es más que inglesa, y eso del Premio Turner habría que aplaudirlo justo hasta ahí, hasta donde empiezan las sempiternas críticas al estado de la cuestión de un arte que se mueve por impulsos espasmódicos de autobombo y promocionismo.
Una vez aclarado esto, lo segundo que suele a uno venírsele a la cabeza al hablar de la artista coruñesa es eso del discursito ya un poco pasado de la enésima muerte de la pintura y demás. Porque, aun siendo cierto que las estrategias preferidas de Ángela son aquellas que desmontan y deconstruyen lo pictórico, principalmente transformando el soporte-lienzo en un hecho escultórico, lo suyo dista mucho de ser un guiño más a las ruinas en que –para algunos- parece haber caído la pintura.
Y es que si estuviésemos ante una artista que se emplea afondo en transgredir los formalismos del hecho pictórico para acercarlo a los límites del campo expandido conceptualizado por Rossalind Krauss, estaríamos, quizá, ante una gran artista, pero no ante, como es Ángela, una grandísima artista.
Porque para ella el topicazo de la muerte de la pintura, más que un hecho conceptual asociado a la temporización misma del concepto de arte, responde ya a lo que puede ser una categoría estética cualquiera con la que trabajar sin complejo alguno. De ahí que sus obras no estén enclaustradas en lo conceptual, sino que el componente físico, la violencia de la destrucción, sea de vital importancia para de la Cruz.
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