Revista Arte

Sobre el arte revolucionario ruso-soviético

Por Peterpank @castguer

Sobre el arte revolucionario ruso-soviético

El arte revolucionario ruso-soviético producido entre las décadas de 1910 y 1930 sigue ejerciendo un influjo poderoso sobre numerosos aspectos de nuestros modelos culturales. Sin embargo, a la hora de evocarlo se ha oscilado históricamente entre la fetichización de sus invenciones formales y la exaltación o denigración de su idealismo, mostrado como un voluntarismo imposible de cumplir dentro de una quimera más general («la» revolución, representada a imagen y semejanza de un monstruo mitológico que siempre acaba —supuestamente— por devorar a sus hijos). Ciertas visiones dominantes sobre las vanguardias ruso-soviéticas han sofocado, asimismo, su carácter de acontecimiento, la potencia de su irrupción como una singularidad y una diferencia irreconciliables con el devenir estable tanto de la historia del arte como de la política de masas. De la misma forma, con frecuencia se ha obviado la fuerte resonancia que dicho acontecimiento ha tenido mucho más allá de su acotación histórica, en muchas de aquellas experiencias que han acometido, en décadas posteriores, la exploración de una politicidad del arte en el deseo de abrazar procesos de transformación social profundos.

Frente a todo lo anterior, se plantea con toda claridad la pregunta sobre la actualidad de dicho acontecimiento, siempre y cuando entendamos esa pregunta en un doble sentido —un doble sentido foucaultiano, si se quiere—: una exploración de cuáles son los aspectos de las prácticas del presente en los que ese acontecimiento reverbera, esto es, las formas en las que ese acontecimiento es —de manera manifiesta o velada— constitutivo del momento presente; así como una interrogación por las condiciones bajo las cuales la potencia del acontecimiento originario pudiera ser reactivada. En este orden de cosas, lo que aquí proponemos es un triple acercamiento a esa experiencia histórica. En primer lugar, se trataba de articular una genealogía; en segundo lugar, de aplicar una lectura crítica; y en tercer lugar, de rastrear las pistas de la actualidad de dos de los ejes más importantes a través de los cuales discurrió el antedicho proceso de radicalización política y artística de la vanguardia ruso-soviética: el productivismo y la factografía.

Resulta imprescindible comenzar reconociendo el trabajo de recuperación crítica de la vanguardia ruso-soviética acometido por el historiador germano-estadounidense Benjamin H.D. Buchloh a comienzos de la década de 1980. La tarea de Buchloh, con toda seguridad, ha posibilitado que las investigaciones posteriores más amplias de historiadores y críticos del arte hayan podido desarrollarse en las condiciones de complejidad actuales.

Inevitablemente, el trabajo originario de Buchloh es una precondición. Es sin duda específico el marco de discusión en el que Buchloh eligió inyectar un ácido cuestionamiento: se podría decir, en pocas palabras, que impugnaba con contundencia la manera en que Alfred Barr, el fundador material e ideológico del Museum of Modern Art (MoMA) de Nueva York, hizo lo posible por negar o relativizar historiográficamente la virulencia política en la que se precipitaron algunos sectores del constructivismo —proceso que él mismo pudo constatar durante su visita a la Unión Soviética en 1927— con el fin de instaurar y exportar un discurso internacionalista despolitizado sobre el arte moderno, que más tarde resultó funcional al modelo liberal de sociedad en las luchas por la hegemonía cultural en el seno de la Guerra Fría.

Pero más allá de los condicionantes de ese marco de discusión historiográfico, lo que los textos originales de Buchloh evidenciaban es cómo esa virulencia política adoptada sobre todo a través de las hipótesis productivista y factográfica iba de la mano de un desbordamiento de los marcos establecidos heredados de la institución artística. Desbordamiento que, al contrario de lo que el sentido común —académico, historiográfico, artístico e incluso político— ha venido dictaminando, no suponía un abandono sino, bien al contrario, una profundización de la fase autónoma de las vanguardias plásticas, literarias y teatrales. Dicho de una manera brusca, aunque necesariamente directa: lo que las experiencias productivistas y factográficas muestran es que la politización del arte y su desbordamiento hacia la producción o el activismo social no es óbice para la complejización de las hipótesis y herramientas técnicas y formales del arte.

Sin espacio para la exégesis de los argumentos de Buchloh, proponemos un sencillo ejercicio de lectura. Tomemos sus dos textos publicados en 1984, «From Faktura to Factography» y «Since Realism there was… (On the current conditions of factographic art)». En los párrafos preliminares de ambos ensayos, al ofrecerse una caracterización sumaria del clima de época de la Rusia soviética en los inicios de los años veinte, unas pocas líneas se repiten: «Existía la conciencia general entre artistas y teóricos culturales de estar participando en una transformación final de la estética moderna de vanguardia, dado que se estaban transformando, de manera irrevocable, aquellas condiciones de la producción y de la recepción artística heredadas de la sociedad burguesa y sus instituciones.»

Esta intersección de ambos ensayos constituye la síntesis de un programa artístico y político que ha buscado periódicamente ser reiniciado a lo largo del último siglo. Consiste en efectuar desbordamientos de la institución artística, a partir del análisis de las modificaciones que en esas instituciones se operan como resultado de dinámicas más generales de transformación de la composición material, técnica y política de nuestras sociedades. Que esos desbordamientos se efectúen coadyuvando a orientar los cambios hacia procesos de emancipación colectiva, o bien contribuyendo a reproducir y perfeccionar la sofisticación de los dispositivos de sujeción social, depende en gran medida de con qué voluntad política se decida actuar, no tanto en el sector específico del «arte» o la «cultura» entendidos como campos escindidos y separados de la actividad social, sino más bien —y esta es sin duda otra de las grandes lecciones históricas de las tendencias factográficas y productivistas— en el interior de la máquina social que Marx denominara general intellect, el dominio de la intelectualidad de masas.

El lector o lectora habrá captado la evocación: reactivar la memoria del productivismo y la factografía en el presente es una manera de actualizar también la interpelación insoslayable que contienen dos ensayos fundacionales de Walter Benjamin, escritos en los años treinta a modo de hipótesis de intervención teórica en las tensiones de entreguerras: «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica » y «El autor como productor».
Las tesis de Benjamin constituyen sin duda uno de los principales telones de fondo teórico-críticos frente al que se miden los ensayos y en los que vamos a detenernos a pensar de inmediato.

Kiaer aplica su lente al trayecto seguido por el grupo constructivista de Moscú, en lo que toca principalmente al progresivo abandono de los espacios de la institución artística para abrazar la producción industrial de masas. Una lectura de sesgo feminista permite a Kiaer diferenciar entre el modelo aparentemente «duro» de productivismo, de acuerdo con el cual el objetivo a perseguir por el artista debería ser la disolución de su práctica en la producción fabril, reforzándose así el imaginario masculinista del proletariado que ha sido hegemónico en el movimiento obrero de masas del siglo pasado; y aquel otro modelo «suave», según el cual las experimentaciones constructivistas en el dominio de la percepción y la modelación constructiva de imágenes y objetos podría expandirse hacia la producción masiva de artefactos útiles, los cuales permitirían una transformación del dominio de la vida cotidiana al promover una nueva relación que podríamos calificar de «no capitalista» entre el sujeto y las cosas. Me atrevería a decir que, de acuerdo con la interpretación retrospectiva de Kiaer, aniquilar la cosificación mercantil del sujeto y de la vida social, tal y como buscaba el productivismo no masculinista, consistiría no tanto en establecer un nuevo tipo de relación transparente y directa del sujeto con las cosas —una idea controvertida que sin duda entraría en contradicción con la base psicoanalítica que sostiene el método de lectura feminista de Kiaer—, sino más bien en entender este otro proyecto productivista como una búsqueda de nuevas formas de subjetivación individual y colectiva que, teniendo por horizonte la construcción del socialismo, pasarían por una gestión colectiva del deseo y las pulsiones diferente de la instaurada durante la modernidad capitalista y profundizada en las sociedades de consumo de masas.

Si bien en una parte importante de la obra de Dziga Vértov pesa el imaginario que ha sido hegemónico en la conformación de la identidad proletaria clásica, la lectura que del film Entusiasmo (1931) ofrece Devin Fore prefiere incidir en cómo el proyecto vertoviano consistía en realidad no tanto en utilizar el cine como un «espejo de la realidad», sino más bien en plantear la hipótesis de la práctica cinematográfica como un agenciamiento maquínico entre sujeto y técnica. Ese agenciamiento se proyectaría (literalmente, dado que de práctica fílmica hablamos) en la conformación de dispositivos, en el seno de los cuales el espectador atravesaría una experiencia de resubjetivación en relación íntima con el desarrollo técnico. El cinematógrafo resultaría ser, por tanto, el lugar privilegiado donde mostrar el estado de la producción social poniendo en práctica al mismo tiempo una tecnología de producción de la subjetividad socialista. (Esta tesis, recogida literalmente por Benjamin en su ensayo sobre la reproductibilidad técnica de la obra de arte, es exactamente la misma que Gerald Raunig resalta en los proyectos de Sergei Tretiakov para la literatura y de Gustav Klucis para la producción de fotomontajes y carteles de propaganda; y cuya actualización en otro momento y lugar —el arte de vanguardia en la Argentina de la década de 1960— explora Jaime Vindel.) Ese tipo de agenciamiento maquínico imaginado y practicado por Vértov es sin duda más complejo, en lo que respecta a la articulación del sujeto y el objeto por mediación de la técnica, que la mera relación de solidaridad o camaradería del individuo con los objetos socialistas que proponía Ródchenko. Pero sin duda no se encuentra tan alejado del modus operandi deseado por este para su Club Obrero construido en París en 1925, proyecto en el que intersecan los ensayos de Kiaer y Dmitry Vilensky. El Club Obrero no buscaría ser otra cosa que una máquina de subjetivación política. De la lectura que aplica el texto de Vilensky se deduce asimismo otro aspecto crucial a la hora de atajar el sentido común historiográfico sobre las relaciones entre el arte y la política en el área de las vanguardias ruso-soviéticas. Lo que este y otros ensayos incluidos en esta edición muestran es que la función política del arte planteada por los modelos productivista y factográfico no consiste meramente en la agitación y la inducción a la toma de conciencia, sino más bien —y sobre todo— en la producción de mecanismos y dispositivos de subjetivación política que no necesariamente coinciden con la figura clásica de la «obra» de arte como objeto de contornos definidos o portador de una condición estética esencial y reconocible. El agenciamiento maquínico del cinematógrafo vertoviano, el Club Obrero de Ródchenko y el Pabellón de Pressa coordinado por El Lissitzky muestran, todos ellos, más allá de sus diferencias formales y técnicas, las antedichas cualidades. Los dispositivos colaborativos de producción simultáneamente política y artística orquestados por Vilensky y el grupo al que pertenece, Chto delat?, tanto como las diferentes versiones del proyecto Makrolab promovido por Marko Peljhan, traslucen una comprensión precisa y constituyen una actualización sofisticada de aquellos históricos artefactos experimentales.

Al comienzo hablábamos de un triple acercamiento a la experiencia histórica propuesta, y hasta ahora se ha hecho hincapié en la construcción de su genealogía y en varias experiencias de su actualización. Aplicar una lectura crítica al proceso de las vanguardias ruso-soviéticas resulta irrenunciable para evitar el ensimismamiento de una apología idealizadora o la inutilidad de un revival descontextualizado. En este sentido, nuestro proyecto editorial no puede sino contener tantas preguntas como certezas se han expresado hasta ahora. ¿Cuál puede ser la actualidad de un arte de la producción cuando está en curso una revolución del modo de producción capitalista que extiende la explotación del trabajo al dominio de la subjetividad y al conjunto de la vida cotidiana? ¿Cuál sería, en consecuencia, el «programa posfordista» de un arte de la producción actualizado? ¿Cómo se puede poner en práctica una articulación de arte y producción que no contribuya a las formas estetizadas de la política o el consumo de masas?

Frente a la pregunta: ¿qué sentido tiene ahora un arte dedicado al registro de los hechos, qué función cumple la utopía documental —producir un lenguaje universal que dé cuenta de todos y cada uno de los momentos de la vida cotidiana— en el seno de las sociedades de control?, la respuesta ofrecida por Hito Steyerl es bien sencilla: la función de la documentalidad en las sociedades de control es, precisamente, controlar. Steyerl es contundente a la hora de plantear cuán siniestra resulta la dimensión totalitaria en la que confluyeron históricamente el proyecto de planificación absoluta de la subjetividad y la utopía de una tecnología aplicada al registro completo de la vida cotidiana. Tanto como Doug Ashford lo es cuando nos advierte del peligro de aceptar el dogma del realismo como modo de expresión privilegiado del activismo artístico, en cuanto lenguaje de comunicación directa y transparente, por así decir; sobre todo cuando las formas realistas cooptadas —o instaladas en el naturalismo—  sirven al proyecto de anclar los significados en el interior de estructuras e instituciones sociales —artísticas y no artísticas— donde la función del arte debería ser desestructurar los significados antes que reproducir la estabilidad de los signos. Quizá también en ese sentido Brian Holmes propone que la fidelidad al proyecto histórico de la vanguardia ruso-soviética radicalizada pasa en algunos aspectos por invertir sus términos, en este momento en el que, dadas las condiciones del modo de producción capitalista, lo que necesitamos es subvertir y escapar precisamente del dominio totalitario de la producción sobre el sujeto.

Puede que la perspectiva del proyecto de articulación entre arte y política heredado de la experiencia de ciertas vanguardias históricas haya dejado de ser la construcción del socialismo. Pero basta con dirigir la mirada al actual estado de las cosas y de la subjetividad social para entender que el horizonte de esa articulación no puede sino seguir siendo el de contribuir al proceso de una emancipación colectiva.


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