Revista Cultura y Ocio

Sobre el teatro como rendija

Por Zeuxis

Sobre el teatro como rendija.
Definición del teatro: espacio para ver-se. Sobre el espectador como voyeur.
Antes de hablar de un teatro de la autopsia, antes de intentar una definición sobre esta práctica teatral, nos será necesario consolidar e investigar algunas cuestiones que rodean al tema y que son necesarias para diferenciar al teatro de la autopsia de cualquier otra cosa que no lo sea.

Por eso, antes que nada, deberemos desaprender, desvestir la mente de aquellos conceptos que han infectado y dominado al ser que busca ver y ver-se a partir de la condición que le presenta en sí misma la dimensión del teatro. Tal condición no sólo ha enfermado el entendimiento de la realidad que connota la palabra “teatro” con significados de uso espectacular, teatrológico y cosmológico sino que ha obligado al ser que hace uso de ella a creer en posturas ideológicas que lo han convertido en un mero espectador de ficciones, dadas estas, la mayoría de las veces, a una reflexión tardía, marginal o consuetudinaria que entablan un diálogo distante y general con la presencia de la experiencia dejando de lado el sentido de esta en cada individuo.

El principal significado que ha modificado universalmente la forma de abarcar el teatro ha sido el “ritual”. En el origen del ritual se ha creído encontrar el principio base de la manifestación que los griegos llevaron a su mayor elevación, y que evolucionó hasta llegar a los movimientos actuales de lo que se entiende por teatro desde sus dos variantes consolidadas a saber: espectáculo y vanguardia.

Pensar el teatro desde esta dimensión órfica y sagrada no sólo destruye al teatro en sí mismo sino que niega la seriedad de los aspectos hieráticos primitivos. El teatro no es una acción determinante del la cosmovisión del espíritu humano, ni es por lo mismo un medio litúrgico para acceder a una comunión con lo sagrado que habita en el ser, no es una disposición inmoladora para ser-se o hacer-se ni es un espacio propiciador de sacrificios estigmatizantes para acceder a una comunicación directa con lo venerable. En el momento mismo en que desvirtuamos las acciones rituales, con la connotación de que son representaciones que el ser personificaba para simbolizar aspectos religiosos necesarios para el sustento de las creencias absolutas de una cultura y su sobrevivencia, estamos negando ya, de hecho, los principios que soportan dicha idea. Pensar un ritual como una representación es proceder dentro de la mente y la experiencia con argumentos de refutación pretendiéndolos como afirmaciones de lo que deseamos entender.

El error entonces no ha consistido en la elaboración de esta paradoja sino en la creencia que se ha mantenido a partir de ella. El sacerdote al hacer su ritual dentro del templo, esté este ubicado dentro o fuera de un espacio hierático, no lo convierte en un actor, ni al espacio de las acciones sagradas, en escena; tampoco los creyentes, los iniciados al acompañar-presenciar la liturgia, mutan en algún sentido de su comunión sensorial al estado de ser público, no hay entre quienes figuran como adeptos y discípulos algo cercano al papel representativo y ficcional que connota la función de ser espectador de un acto.

Los rituales: de comunión sagrada, de agradecimiento, de invocación, de plegaria, de oráculo, de estímulo o culto no semejan un espectáculo o una representación sacra, por el contrario, estas manifestaciones son una actividad profundamente natural de lo que es el ser humano. Todo ser tiende naturalmente a una disposición ritualítica como estado catártico de sus incertidumbres y como actividad consoladora y compasiva de sus expectativas ante el peso de la realidad religiosa que lo sustenta como humano.

Hacer un ritual entonces es entregarse a una manifestación y a una correspondencia con lo misterioso que posibilita por medio del aparato trántico la revelación de una comunicación que viabiliza la relación constante con la no mortalidad, con el no morir que es donde se encuentra el sentido de la actividad ritual.

El ritual hace posible la apertura de comunicación con lo divino; lo inmortal cede al rito y en esta medida aproxima al ser en una relación, no sólo lingüística cifrada en signos y símbolos propios sino de consanguineidad y de factótum. Ennoblecido entonces, por medio de la demostración de aceptación que lo otro como sagrado otorga a quienes teniendo su residencia en lo mortal pueden significarse como estirpe, produce así una identificación y un gozo sentimental unificador para ser-se o hacer-se dentro de la ceremonia.

Pensar que un ritual es una representación, es de hecho pensar mal, es, definitivamente caer en el error inverso de poder expresar, entonces, que al representar o realizar una representación se asiste también a un rito. Ida y vuelta se niegan, la carga religiosa excede y niega la postura ficcional que entabla el teatro y su recreación.
Si bien el origen directo del teatro deviene de su carácter mismo. El fin de todo teatro consiste en generar una posición dialéctica entre un observador- examinador y un espacio para ver-se o examinar-se.

De hecho el teatro antes que representación es un medio que ofrece la observación de una parcela de la realidad o la imaginación. Por lo tanto está más cercano al acontecimiento de los contadores de historias primitivos que reunidos alrededor de una hoguera dentro o fuera de una caverna establecían una recreación animada y dinámica de algo que deseaban “hacer aparecer” en la experiencia del otro, el escucha-observador: el espectador.

Esta convención, ya no de comunión con lo desconocido sino con lo otro que mora al lado de la identidad del ser mortal y que se establece en el mero hecho de una reunión alegre entre mortales que habitan, se concentra como eje fundamental de la fraternidad de la especie. Por medio de la actividad de divertimento que reúne sin liturgia a los seres perplejos o vacilantes por existir, se establece el juego.

Lo diferente entonces, en este acontecimiento y que se aleja de la actividad que desaloja al hombre de su mortalidad, que lo obliga adoptar por su aspecto hierático una actitud diferente sólo posible dentro de la seriedad del acto ritual, se concentra en su valor gregario.

El teatro como acontecimiento feliz que se da después de la caza al calor de una hoguera consecuencia directa del ritual como acontecimiento precedente y serio que se da antes de la caza.
En el ritual hay una jerarquía, en la festividad ígnica una complicidad y es de notar que es aquí en este fenómeno primitivo donde se establece el primer signo dialectal que hace posible y verdadero el encuentro real entre el que cuenta-muestra y el que escucha-observa.

Así el teatro está más ligado a la técnica, al “hacer aparecer”, que constituye el primer recurso del ser que produce, aquel contador de historias que nada tiene que ver con el chamán, el sacerdote o el brujo sino que más bien es pariente directo del patriarca, el abuelo y la memoria de la aldea: el poeta.

Pero este proceso técnico que deviene de la competencia oral de los guardianes de las experiencias, de la historia y las tradiciones y que son capaces de hacer aparecer, de producir un espectáculo, una recreación en quien observa-escucha promueve el primer espacio teatral por antonomasia: La atmosfera del cuerpo. Un espacio sin extensión uniforme, sin fronteras delineadas, concentrado en el centro y en sus partes, un “topos” geométrico, con lugares tangentes y exteriores, y dispuesto a la revolución corporal capaz, y esto es lo más maravilloso de cualquier atmósfera escénica (cuerpo, espacio), de llegar a generar más espacio o sea, de espaciar, de abrirse espacio, de liberar, de habitar más allá.

El narrador primitivo genera el relato, piedra angular de todas las artes y es por medio de este acto del habla que cada producción comienza a establecer sus dominios. Dentro de la especificidad de los relatos que hace aparecer el hablante se encuentra sobre todo el factor del propósito: el narrador especializa el sentido de sus historias y concede poderes de revelación herméticos, mitológicos y axiológicos a cada momento de su contar-develar.

El hermetismo como atributo esencial del sabio, del filósofo, del que traduce el mensaje dado en actividades y acontecimientos esenciales para la tradición de la cultura primitiva tales como el ritual, el oráculo, los misterios y las manifestaciones políticas. En este sentido el narrador es un mediador entre quienes mandan y quienes acatan. La mitología, en cambio, surge como cualidad esencial de la representación alegórica de aquello que está secreto al público, el mito es la rendija que conmuta hacia un lenguaje más receptivo y apto dentro de la cultura, los mensajes parciales de actividades consagradas y venerables. El narrador recrea lo que de hecho es un acontecimiento que sucede dentro de las lindes que no son representación sino estado mismo de lo sagrado: he aquí al dramaturgo. Por último nos queda el poeta, aquel que fabula a través de la cualidad axiológica que da a la palabra y que socava a través de la misión lírica visiones moralizantes y proféticas para la aldea. Poeta y dramaturgo se unen para dar vida al artista.

Si el teatro nace de una actividad no rigurosa, de un fenómeno que entretiene o que posibilita examen entonces nos queda la siguiente pregunta: ¿Qué es el teatro? Todos tenemos una idea, una definición que establecida aquí o allá, desde la experiencia o la ignorancia remiten a un conjunto de significados comunes. Tales significados son y no son el teatro, por un lado están aquellos que describen atributos del teatro: espacio, espectáculo, tiempo, actuación, entre otros, y por el otro lado están aquellos significados que teorizan sobre lo que hace el teatro: produce, establece, expresa, representa. Tanto los unos como los otros hacen posible el constructo, la imagen que en cualquier cultura logra entendimiento común. No se trata entonces de negar estos conceptos, estas necesarias acepciones que han vestido y dado vida a un arte. El propósito es desalojar, o siendo más rigurosos en el tratamiento, saquear hasta que vaciados de las anáforas sea viable desaprender. No negar, ni re-conceptualizar sino ofrecer a partir de estas definiciones vaciadas otra historia que permita apreciaciones comunicativas donde el teatro se conciba más como medio que como mensaje.

El teatro es un medio, hace aparecer, en este sentido es también una técnica. El medio es una técnica y la técnica es el medio. El procedimiento se establece a través de lo que muestra: un lenguaje.

No podemos entender la escena de “Ser o no Ser” en Hamlet, de Shakespeare, sin el parlamento del príncipe y el mismo monólogo sin la ejecución corporal del actor, menos todavía estas dos ejecuciones sin la atmosfera espacial que la escena misma solicita y arguye. Entonces el lenguaje del teatro parece así, reunir varias formas de comunicación, pero no, lo que establece el teatro es un lenguaje propio en su esencia de medio de comunicación. El teatro es el medio por el cual se hace posible el universo de un lenguaje. La forma de lograrlo está en la concepción de la atmosfera escénica. En el topos inconmensurable que produce la disposición simbiótica del teatro con el espectador.

El teatro no es un lugar donde se representa, no es la escena, ni tampoco la sala; para hacer un teatro solo es necesaria una atmosfera escénica. Para hacer teatro sólo es necesario entonces, configurar un “topos” de representatividad, una espaciosidad que conglomere los conceptos dispuestos para tal fin.

Cuando el narrador de historias primitivo, frente a la hoguera, adopta cierta actitud para contar, está propiciando el primer aspecto fundamental del teatro: la atmosfera escénica, con la cual, ergo, está concibiendo el teatro. Es como si este anciano dijera: a continuación se hará la presentación de Macbeth o mejor aún, acérquense todos a la hoguera, ya se va a encender el televisor. No es necesaria una escena física para actuar, no hay un lugar con entrada-salida, ni menos un edificio que diga teatro, sólo está el hombre en un espacio-tiempo adoptando una configuración. El contador de historias se despoja así de su humanidad y pasa a ser un aparato que muestra, un medio que hace posible ver. Ya este hecho ocasiona otro aspecto fundamental, ocasiona el espectador. Hay una simbiosis en esta metamorfosis: por un lado el cuerpo, voy a ir más allá, el Ser que cuenta se transforma en un medio que produce, esto obliga a los demás seres que se encuentran alrededor a adoptar un rol, se transforman en espectadores. He aquí la comunicación en un lenguaje propio.

El teatro es entonces el primer medio de comunicación masivo y lograba lo que logra ahora el cine o la televisión, convocar un gran número de espectadores. Pero el teatro no solamente configura esta innovación expresiva sino que instala un procedimiento a saber: si al hacer teatro se construye una relación entre medio y espectador, no obstante el teatro es también otra cosa, es una rendija y el espectador un voyerista. Amplío: quiero decir con rendija aquel agujero por donde se puede ver, oír y oler cierta parcela de la alteridad, la rendija permite espiar una realidad que es diferente, experimentamos a través de la rendija lo otro. El teatro es morboso. Lo trascendental de esta manifestación es el protocolo no ritual sino social que acontece en dicho fenómeno. Al crearse el medio y el espectador se consolida también un carácter. Hay una disposición rigurosa que debe adoptar el espectador, en el teatro el espectador no debate, no argumenta o contradice simplemente recibe-percibe. El contador de historias no se permite a su vez, ya metamorfoseado en atmosfera escénica, comentarios al pie, reflexiones individuales de su ser o expresiones que afirmen o nieguen lo que está. Hay acuerdos tácitos en un instante antes de que se de la simbiosis y se basan en la confianza y la creencia.

Cuando la atmosfera escénica esta dispuesta, en este caso el Ser del que cuenta, es entonces cuando podemos hablar específicamente de la apertura de la rendija. El Ser que se hace atmosfera escénica comienza a mostrar y nace el espectáculo. Nace así ya no el espectador sino el voyerista. Este voyerismo es morboso y lo será siempre. No se asiste a una puesta en escena de “Romeo y Julieta” para verla sino para ver-se, ya que la rendija lo que muestra es algo que somos, que es el Ser. No es un espejo, ni una denuncia es simplemente un agujero por donde se nos permite ver algo que siendo otro es Yo.

El teatro es identidad. Es el medio que muestra las vísceras. La rendija por donde se nos permite la elevación espiritual de nuestro morbo. El teatro, entonces, como rendija establece algo más profundo todavía, al decir-pensar que el teatro hace ver, estamos develando: develar es quitar el velo, en esencia, esto es lo que sucede cuando se levanta el telón o se prende la luz sobre la escena, similar a lo que pasa en la estatua callejera que comienza a moverse o al espectáculo de calle que de pronto en su misma espaciosidad promueve la apertura de un universo dentro del real en que nos hallamos los otros. El teatro devela, quita el velo para que el espectador vea, experimente, en este sentido el espectador se ilustra, se examina. No podemos hablar de un examen, de un ver sin la complicidad de quien examina u observa. Quién enfrenta o experimenta la percepción es modificado; lo que aparece, el hacer aparecer, trasgrede e intimida a quien se presta a observar-experimentar, el revelador es entonces un extraño que seduce. El espectador asiste a algo que no es su morada, su lugar, no converge con lo que está frente a sus ojos, la punta de la lanza no reúne, aleja. ¿Qué, entonces, produce la insistencia y la constancia que tiene el espectador ante la puesta en escena? En definitiva el morbo. Asistir a una obra de teatro es enfermar, pero el interés mismo de esta enfermedad es padecerla. La atracción que denota la rendija crea al enfermo, al voyeur, pero el enfermo necesita de ese estado, su interés último es provocarse esa alteración. El tráfico en esta relación esta dilucidado, o sea, localizado, la simbiosis no se establece ya como espectáculo sino como expiación. En síntesis, y decir síntesis es exagerar, el voyeur sólo existe en la medida en que la atmosfera escénica lo confronta. Voy al límite. El espectador-voyeur al ver a través de esa rendija que es el espacio para ver-se lo que en definitiva hace es un autoexamen, una autopsia. El teatro como autopsia es entonces el medio por el cual se ve por uno mismo. Al terminar la puesta en escena se sale del teatro, se deja la enfermedad, se clausura el examen. La expiación por lo tanto conduce no a una reflexión sino a una modificación, una redención. Se comprende en la medida que nos desalojamos de lo visto, de la rendija, del morbo: se hace la autopsia. Cada quién parte, entonces, con un segmento más o menos esencial de lo que en la autopsia se permitió.

Cuando asistimos a la puesta en escena de “El mercader de Venecia”, de hecho, en el mismo momento en que entramos a la atmosfera escénica sea en una sala o en la calle o en un cuerpo o en un topos inconmensurable dispuesto solamente para la percepción de algunos sentidos, nos disponemos al morbo, sepamos del argumento de la obra o no. Durante el espectáculo nos comportamos bajo la diligencia quieta, deslizante que nos impone el rol de espectadores, nos deslizamos sobre lo que nos ofrece la rendija y vamos tomando de allí lo que nos es necesario para comenzar la enfermedad. Al terminar la obra ya tenemos un cúmulo de sensaciones e impresiones embutidas en el ser voyeur que necesariamente e interesadamente nos provocamos, Al salir de la obra cada quien va expiando sea en comentarios o en reflexiones solitarias el examen de sí mismo que la autopsia, la rendija le provocó, no de otra manera, es el teatro.


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