Johannes Gutenberg ante su inventoUno de los placeres máximos del bibliófilo es adquirir libros compulsivamente, como Borges, que aun estando ciego, compraba libros sólo por el placer de sentir su presencia. En la novela Auto de Fe de Elías Canetti, Kien, el personaje principal, sinólogo y erudito bibliófilo, ve extinguirse su adorada biblioteca por el peor enemigo del libro: el fuego. Hoy en día, el borrado sistemático de páginas constituye el parangón ideal a la quema de libros, actividad que la censura, metamorfoseada entre crípticos códigos binarios, logra todavía llevar a cabo en pleno esplendor de la cibernética. Sin embargo la dependencia de vastos volúmenes se hace cada vez más inconveniente por razones de todo tipo: ambiental, de espacio y por sustracción de materia, dado el hecho inminente de la profusión de ediciones digitales.
El filósofo ingles Thomas Hobbes –otra víctima de la quema de sus libros−, en los últimos años de su vida, prescindió de la posesión de grandes cantidades de ejemplares; renunció a poseer una biblioteca personal de inútiles volúmenes y volúmenes de infolios eruditos. «Media docena de unos pocos libros doctos, es todo cuanto una mente sensata puede aspirar a tener como solaz», decía, consciente de ver en vida la quema de su opus magnum filosófico, El Leviatán. Si este cronista tuviera que elegir, haría un panteón particular. Allí no faltarían El Quijote, La Odisea, La Divina Comedia, algo de Shakespeare, Borges, Rulfo, Yourcenar, Robert Graves, Dostoievsky, Flaubert, Joyce, Kafka, García Márquez, Cortázar, Rulfo… y, por supuesto La Biblia. ¿Usted lector, qué libros elegiría?