Podría decirse que fue por amor que Isabel II de España perdiera el trono al estallar la “Gloriosa” revolución del 68; aunque más bien se debió a la pasión. Era Isabel una mujer fogosa a la que buscaron marido. Y le encontraron uno, que hizo decir a la reina tras la noche de bodas: “¿Que voy a hacer con un hombre que lleva más puntillas que yo?".
Ella se desquitó de la frustración con creces. Fue amante de cuantos generales se le pusieron a tiro. También de militares de inferior grado. Así ocurríó en 1868. La reina disfrutaba de los últimos días de su veraneo en San Sebastián con el amante de turno. Éste no era otro que Carlos Marfori, sobrino de Narváez, y ministro en aquellos tiempos. En el séquito real se encontraba el Marqués de Alcañices. Al llegar desde Madrid las noticias del alzamiento, el marqués aconsejó a la reina que retornara rápido a Madrid y que tomara el control de la situación, que el pueblo la aclamaría otorgándole el laurel de la gloria. Isabel le contesto: “Mira, Alcañices, la gloria para los niños que mueren y el laurel para la pepitoria”. Isabel, inconsciente y veleidosa prefirió salir de España con su amante, rumbo a París. Jamás volvió a reinar, aunque sí su hijo Alfonso, que fue el decimosegundo de los que ha tenido España con ese nombre. Y de Alfonso, precisamente, se puede hablar de amor, pero también de salud. Amor suyo fue el de la mujer con la que se casó: María de las Mercedes, la reina que inspiró a su muerte la famosa copla:
¿Donde vas Alfonso XII? ¿Donde vas, triste de ti? Voy en busca de Mercedes Que ayer tarde no la vi Tu Mercedes ya se ha muerto muerta está que yo la vi Cuatro duques la llevaban por las calles de Madrid.
María Mercedes había enfermado de tifus, probablemente al beber las aguas contaminadas del pozo del sevillano palacio de San Telmo, residencia familiar. El Rey, que murió tuberculoso tampoco disfrutó de buena salud, y además la poca que tenía no la cuidó. Aún así, tuvo tiempo de contraer segundas nupcias y dejar un hijo, que sería póstumo.
También la salud bucal tiene su apartado aquí. La célebre Josefina Tascher de la Pagerie, amante primero, esposa después de Napoleón Bonaparte fue famosa por su belleza, pero es poco conocido el hecho de que ya casada con el emperador estuviera mellada, algo frecuente en la mayor parte de la población, sin distingos de clase. Regía el destino de España José Bonaparte, mientras la familia real española se encontraba retenida en Francia. Allí Carlos y su esposa María Luisa de Parma, en infame entrega al emperador, recibían atenciones del dueño de Europa. María Luisa, fea, como muestra Goya en sus lienzos, sin embargo, presumía de dos cosas: sus brazos y su dentadura. Al abrir la boca, exhibía una blanca fila de dientes que era admiración y envidia de cuantas cortesanas la trataban. Josefina, interesada, le solicitó información sobre los autores de la artesanía dental que lucía María Luisa. Se trataba de una familia de Medina de Rioseco, que fabricaba los dientes en porcelana y sabía como implantarlos en las mandíbulas, con éxito claro. Les llamaban los Saelices: Antonio y sus cuatro hijos. Josefina se dispuso a realizar el encargo para la compostura de su dentadura; pero llegó tarde. Las tropas de su marido invadían España, y las de uno de sus generales, Lasalle, saqueaban Medina de Rioseco. La matanza fue terrible. Antonio Saelices, su mujer, sus hijos y todos los empleados de su taller resultaron muertos. No fueron los únicos, pero sí los mas importantes para Josefina. La emperatriz, en adelante, lloraría sinceramente su ausencia dos veces al día.
Si de la fe se dice que mueve montañas, del dinero puede decirse que además cambia de lugar la capital de un reino. Don Francisco Gómez de Sandoval, marqués de Denia, ya era también duque de Lerma. El rey, Felipe III, había concedido el ducado a su valido, que se ocupaba, ayudado por Rodrigo Calderón, de dirigir los asuntos de España al tiempo que se convertía en el hombre más rico de la nación. Mandó construir un palacio en Lerma, que parecía querer rivalizar con el alcázar de los Austrias, y convenció al rey para el traslado de la capital a Valladolid. Allí se construyeron palacios, conventos, casas. Rodrigo Calderón trasladó allí su vecindad. Se enriqueció igual que su mentor. Por fin la burbuja inmobiliaria estalló. El duque cayó en desgracia. Madrid recuperó la capitalidad. Acusados de corrupción el duque se puso a salvo al ser creado cardenal.
Por no morir ahorcado el mayor ladrón de España se vistió de colorado.
Rodrigo Calderón tuvo peor suerte. Fue ajusticiado tras largo e irregular proceso en la recién construida Plaza Mayor de Madrid.
El ocaso del Duque de Lerma no resolvió los problemas de España. El propio hijo del duque, también duque, pero de Uceda, y el Conde de Olivares, al que el caído, en su omnipotencia había negado la grandeza de España, sustituyeron a los cesados. Ambos, igual que sus antecesores, fueron ganados, uno por la codicia, otro por la "pasión de mandar". Algunas anécdotas mezclan los asuntos del dinero con los del amor. La siguiente es de esas que se cuentan sin conocer los nombres propios de sus protagonistas, quién sabe si para proteger su buen nombre. Sucedió que un actor de moda, con fama de conquistador, fue sorprendido intimando con cierta señora casada en un café de moda, justo en el momento en el que llegaba el esposo de la dama. Molesto, el marido advirtió al actor: “Si vuelve a molestar a la señora, le costará caro”, a lo que el galán, con desparpajo propio de comediante, contestó:“¿Que me costará caro?, pues vaya oficio el de usted”.