Revista Historia
Ayer vi por la televisión un falso documental, UKIP: los primeros 100 días (Julio Mas Alcaraz, amigo, poeta y cineasta, con el que comí hace, no cien, sino solo unos días, me contaba que el falso documental está de moda: el resultado es muy parecido a un película, pero es mucho más fácil de hacer y, sobre todo, de financiar), que narra la ficción futurista, pero inquietantemente factible, de que el UKIP, el Partido por la Independencia del Reino Unido, gane las próximas elecciones generales en Gran Bretaña y forme gobierno, presidido por el ofídico Nigel Farage. El programa, de una hora de duración, es de una calidad extraordinaria; y no lo ha producido la BBC, sino Channel 4. UKIP: los primeros 100 días cuenta la historia de una figura emergente del partido, una mujer de padres indios, que apoya activamente la salida del Reino Unido de la Unión Europea y las medidas contra la inmigración promovidas por Farage. Un equipo de periodistas la sigue y graba durante varios días un reportaje sobre ella, y ese relato -el de los periodistas registrando sus actividades- constituye el documental. Al margen de cómo se resuelve la trama, lo fascinante -y lo deprimente- es la naturaleza de los argumentos empleados por la protagonista y por quienes la apoyan. Unos argumentos que agotan por lo sabidos y lo repetidos, en cualquier época, en cualquier país del mundo. Uno los lleva oyendo en todas partes cuando estalla una crisis y la gente siente de pronto el miedo a perder aquel bienestar o aquella estabilidad que le permite creerse a salvo de las inclemencias de la vida. En realidad, es el viejo cuento del chivo expiatorio: el que antes se aplicaba a los judíos (o a los gitanos), ahora se aplica a los inmigrantes, pero no a todos, sino a los más pobres, a los más indefensos, a los más infecciosos. En Inglaterra, estos, hoy, son los ciudadanos del este de Europa -sobre todo, rumanos y búlgaros- y los de cualquier país del Tercer Mundo que no vengan forrados de petro o narcodólares. Pero no hay que olvidar que, hace muy pocas décadas, los inmigrantes más despreciables, por situarse en lo más bajo de la escala social, sin ningún mérito económico que los redimiera, salvo su capacidad para desempeñar los trabajos más pringosos, eran los españoles y los portugueses. A los españoles, en particular, se nos tenía por los más tontos: gente simple, fácil de engañar, incapaz de entender las sutilezas de la vida en un país tan desarrollado como Inglaterra. Aunque parezca increíble, la xenofobia -un nombre pedante que disimula lo que siempre se ha llamado racismo- evoluciona, o, mejor -"evolución" y "racismo" son términos antitéticos-, se adapta a los nuevos tiempos: los españoles hemos subido varios peldaños en la consideración social (aunque seguimos siendo los predominantes sirviendo cervezas en los pubs y trabajando como dependientes en las tiendas) y ahora ya no somos el objeto principal de la burla y la explotación. A ello han contribuido mucho los cientos de miles de británicos que se han establecido en las costas del Mediterráneo y en las Canarias, y que España ganara la Copa del Mundo de Fútbol de 2010. Pero siempre hay candidatos a ocupar el puesto de galeote que otro ha dejado: africanos muy negros, tong tongs del Sureste Asiático, chinos que a saber de dónde sacan la carne que sirven en el chop suey, fumetas caribeños, machupichus lamentables y los peores de todos: afganos, libios, sirios, yemeníes, todos fanáticos religiosos y terroristas potenciales, además de gandules redomados. Los argumentos para arrinconarlos y, en última instancia, expulsarlos se reducen a tres: no aportan nada, consumen recursos y no comparten (e incluso combaten) los valores británicos. Los tres son falsos. Los inmigrantes contribuyen significativamente al producto interior bruto de los países, es decir, hacen más rico a quien los acoge, a la vez que mejoran su propia situación, algo que, como seres humanos, debería alegrarnos a todos. Así lo acreditan todos los estudios económicos, tanto de instituciones nacionales como internacionales. Es una obviedad decir que los emigrantes no emigran porque les encante abandonar su país, a su familia y amigos, sino porque aspiran a tener trabajo y a disfrutar de una vida mejor. Otra, que, si vienen a nuestros países, es porque antes nosotros hemos ido a los suyos, y no para trabajar en ellos, sino para esquilmarlos. (Los españoles sumamos a nuestra historia colonial otra deuda moral: la de haber sido siempre un país de exiliados y emigrantes. Tiene gracia que los que nos hemos refugiado tradicionalmente en otras casas, porque en la nuestra no teníamos donde caernos muertos, protestemos ahora por que los necesitados se guarezcan bajo nuestro techo). La disposición al trabajo de los inmigrantes se ve cada día en Londres y en todas las ciudades del mundo: muchos de los que pasean perros son extranjeros; muchísimos camareros son extranjeros; casi todos los cuidadores de ancianos, que empujan con delicadeza sus sillas de ruedas y les dan conversación en los parques, son extranjeros (en España son dominicanas y bolivianas las que cuidan a nuestros abuelos); en las brigadas de peones y albañiles abundan los extranjeros; bares, restaurantes y tiendas de todos los productos imaginables tienen dueños -y empleados- extranjeros; los que sirven a domicilio la compra de los supermercados son árabes o rusos; también el manitas que repara los desperfectos de nuestro piso es ruso; y todos los conserjes del inmueble son indios o paquistaníes. Los estudios de la UNESCO, las universidades y las organizaciones no gubernamentales también demuestran que los recursos que consumen (y que financian con los impuestos que pagan) están por debajo de los que consumen los nacionales, en parte por desconocimiento del sistema, en parte por vergüenza. Yo tengo una amiga en Londres, mexicana, que recibe una ayuda para pagar el alquiler, pero que no ha solicitado hasta pasados casi diez años de su establecimiento en Inglaterra: no quería sentirse una carga en su país de acogida. Yo mismo no me he preocupado por averiguar qué subsidios o benefitspodría recibir. Solo me he dado de alta en la Seguridad Social e ido al médico dos veces en un año y medio, sin hacerme ni una sola prueba (aunque mañana seguramente me someteré a un análisis de sangre: sospecho que me han subido el colesterol y el ácido úrico; espero que no utilicen el gasto que haga como argumento para devolverme a España). Y, en cuanto a los valores, el único que han de compartir inexcusablemente los inmigrantes es el respeto a la ley. Cumplido esto, cada cual es libre de hacer o sentir lo que quiera, coincida eso o no con el sentir mayoritario de la sociedad. Este es, precisamente, el valor fundamental que les ofrece el país que los recibe, si es democrático: no exigirles nada que no esté prescrito por la ley; permitirles, incluso, que protesten y abominen de ese mismo sistema, siempre que no vulneren las normas de la convivencia. Quemar la bandera nacional es legal en los Estados Unidos, porque el Tribunal Supremo ha decidido allí que entre los valores que simboliza y defiende esa bandera se encuentra el de tener libertad para quemarla. En España, en cambio, donde todo lo que afecta a las banderas tiene consecuencias metafísicas, y hasta bélicas, pegarle fuego a la rojigualda está castigado con penas de cárcel. Por lo demás, la inmensa mayoría de los inmigrantes respetan y se adaptan con extraordinaria flexibilidad a los valores comunes, en Gran Bretaña y en todas partes: envían a sus hijos a las escuelas públicas, votan en las elecciones, participan en la vida pública, se suman a las instituciones del Estado y marcan goles con sus selecciones nacionales. En todo este asunto no hay otra explicación que la inseguridad, la incertidumbre, el miedo. El racismo, que es una especie de fobia, como la que sienten algunas personas ante animales o situaciones inofensivos, es solo una reacción -atrabiliaria, reptiliana- ante lo que escapa a nuestro control en la vida comunitaria. Pero las fobias no son culpa de las mariposas o de los ascensores que nos aterrorizan: no hay que matar a las primeras ni destrozar -o prohibir- los segundos. El problema es nuestro: hemos de ponernos en manos de un buen psicoterapeuta para solucionarlo. La solución al UKIP y a sus medidas contra la inmigración, como a cualquier otro partido u organización que las proponga o aplique en cualquier parte del mundo -también gobierno del PP, que ha retirado la cobertura sanitaria a colectivos de inmigrantes, y los aporrea y mata en Ceuta y Melilla-, es ofrecer información veraz, promover la educación y la comprensión intercultural, y subrayar que la incertidumbre constituye la esencia del ser humano. A esa incertidumbre no contribuyen los inmigrantes, por lo menos no más que el resultado del próximo Barça-Madrid o de las elecciones generales de noviembre. Hay que aceptarla y vivirla, sin hacer daño a nadie, con misericordia para todos, hasta que llamen a nuestra puerta para que dejemos de hacerlo: será alguien vestido de negro, pero no será alguien negro.