Revista Diario
Es fácil decir que aquí caímos todos y que nadie sobrevivió al ataque. Pero pocos son los que se atreverán a contar la historia de su sobreviviencia, de las atrocidades que tuvieron que hacer para mantener su vida. Incluso terminar con la vida de otros. Estas líneas la escribo ahora, justo cuando me escondo en una pequeña cabaña en el bosque, al sur de la ciudad, donde todavía no me encuentran. Hoy por la tarde dejé en el centro comercial a un par de niñas estúpidas y asustadas que me pedían que las llevara. Pero no soy niñera. Apenas olí los primeros hedores de los zombies, las dejé en medio de la plaza para que se entretuvieran con ellas y yo pudiera ganar un poco más de tiempo para escapar.
No tengo remordimientos. Escuché a lo lejos que chillaban, poco antes de que el gruñido colectivo y amorfo de las hordas de zombies las callaran. Es curioso. Se mueven juntos, al parecer sin líderes. Son sólo una especie de masa involuntariaque se mueve. Se parecen más a una nube que a una manada. Se dejan llevar por el viento, por el humor humano, por el hambre insaciable. He caminado por las calles desoladas y he escuchado que en las casas, en los departamentos hay gente sana que todavía espera a la Cruz Roja o al ejército para que los lleven a un albergue. La verdad es que ambas organizaciones fueron las primeras en ser destruidas. En el centro comercial tomé esta libreta y un par de plumas. Lo hice sin pensar mucho. Quizás desde el principio tenía ganas de escribir las atrocidades que he visto. Ya no recuerdo cuándo comenzó. Pero sé que en la oficina, mi jefe se tiró por la ventana desde el décimo piso. Cuando traspasé la puerta vi que Lupita, la secretaria, roía el brazo izquierdo: reconocí el reloj de mi jefe. Llamé a la policía, pero las líneas estaban bloqueadas. Nadie contestó. Lupita, o el zombie de ella, se tiró al suelo a comer con fruición el pedazo de carne. Cerré la puerta con llave y salí del edificio. En la calle un par de hombres, con la boca chorreando sangre perseguían a dos chavos de secundaria que no encontraban graciosa la corretiza. El metro estaba detenido y el transporte público fue suspendido. Cientos de miles de personas deambulábamos por las calles sin saber qué pasaba. La radio estaba muerta, y cuando llegué a mi casa, tres horas después de una larga caminata, me di cuenta de que toda mi familia también lo estaba. El vecino de enfrente no quiso ayudarme y ahi compredí que me había quedado solo en esta ciudad llena de zombies. Tiré los restos de mi esposa y mi hija por la ventana. Abajo, los monstruos apestosos terminaron con ellos. Permanecí una semana en el departamento, escuchando que a los vecinos se los comían otros vecinos y que muchos de ellos se suicidaban o decidían salir para probar fortuna en las calles. Me animé a salir cuando uno de estos monstruos tocó a mi puerta. Para la ocasión había ideado un plan: abriría la puerta, me apostaría detrás de ella y cuando entrara, lo atacaría con la pequeña hacha que tengo para cortar las ramas de la enredadera de la fachada externa. Procedí como un autómata: abrí la puerta, esperé a que entrara y de un firme hachazo le volé la cabeza. El cuerpo inerte cayó frente a mí. La cabeza rodó hasta mis pies y todavía alcanzó a boquear un poco antes de quedarse quieta. Los vi tendidos. Los dos bultos hediondos y sucios. Del cuello y de la cabeza salía un líquido oscuro y pestilente. No lo pude soportar y salí a la calle. No podría vivir más tiempo en ese lugar. Afuera la situación había cambiado muchísimo. La calle estaba vacía. Algunos zombies debiluchos y malolientes hacían gárgaras con sus propios fluidos pútridos. Una fila de 25, acostados en la banqueta, fue mi primera tentación no vencida de hacer justicia. Uno a uno, con rapidez y precisión, les corté la cabeza de un hachazo. Las testas comenzaron a rodar por la pendiente de la calle. Su trayecto se interrumpió con los pies de otros zombies que caminaban sin rumbo y sin atención. Cuando me di cuenta de que iniciaban un lento y tortuoso trayecto hacia donde yo estaba comencé la fuga que no ha terminado. Creo que les tengo un poco de lástima. Todos ellos están muertos y todavía no se dan cuenta. Comen carroña y son caníbales. Un día vi a uno que se tropezó con la defensa de un auto destartalado. Al caer, la pierna derecha se le desprendió desde la pelvis. Estaba condenado a arrastrarse indefinidamente. Entonces tomó su extremidad, que un momento antes había estado unida su cuerpo, y comenzó a morderla. Era un acto más patético y triste que horroroso. Ahora que estoy aquí, escribiendo esto, puedo escuchar que una horda, 500 o 600 de ellos pisan las hojas secas del bosque que me rodea. Se guían por el olor que los vivos despedimos.