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Lo he conseguido. Todavía no sé muy bien cómo pero lo he hecho. Me voy a Ketama. Hace tiempo que tenía ganas de hacer este viaje. Lo intentaba pero no encontraba la manera hasta que él se ofreció a llevarme. No diré su nombre verdadero. A partir de ahora le llamaré Rachid.
Rachid es originario de Ketama. Toda su familia es de allí. Tienen tierras y cultivan Marihuana. Después hacen el hachís. Precisamente ahora acaban de cortar todas las plantas. Durante un par de meses las dejaran secar y luego sacaran el polvo con el que hacer el kif.
He convencido al Kalvo para que me acompañe. No le hace mucha gracia. Pero accede. Ahora estoy en deuda con él. Se cobrará el favor pronto y ya se cómo. No me importa. Lo que sea con tal de ir.
El día señalado a la hora acordada nos subimos al coche. El Kalvo, Rachid y yo. Tenemos 300 kilómetros por delante pero la carretera traviesa las montañas y está llena de curvas. Todavía no lo sabemos pero tardaremos casi cinco horas en llegar.
—Aquí acampaban los hippies —nos explica Rachid en un inglés perfecto. —Eran muy buenos los hippies. Cuando ellos estaban ,el mundo era un lugar mejor.
Hemos salido tarde, así que a medio camino empieza a oscurecer. La zona es bastante deprimente. Puebluchos. Bares de carretera. Burros. Gallinas. Poco más. De repente, Rachid asoma la cabeza desde el asiento de atrás y susurra: “Despacio. Despacio”.
Yo no sé exactamente qué estamos haciendo o a quién estamos buscando. Por un momento me arrepiento de haber venido. Prácticamente no conozco a este hombre. ¿Dónde nos está llevando?
Damos media vuelta. Continuamos un tramo más y nos desviamos. Cogemos un camino de arena. Hemos de conducir despacio; está en muy mal estado. Apenas hay luz. Sólo brilla alguna cosa muy lejana que intuyo es una casa en lo alto de la montaña. Estamos en el culo del mundo. Rachid no para de hablar por teléfono. Me cuesta entender lo que dice. Sólo alguna palabra suelta de vez en cuando.
Nos adelanta un Mercedes y Rachid dice que es su primo. Él va a guiarnos a partir de ahora. ¿Cómo coño nos ha encontrado? ¿Cómo sabía cuál era nuestro coche? Cuando el conductor se detiene en mitad de la carretera me cago de miedo. Ahora es cuando sale un tipo chungo, pienso. Pero no. Falsa alarma. Del coche sale un viejecito que empieza a andar por un camino, todavía más estrecho y que sube hacia arriba.
—Lo habrá recogido —nos aclara Rachid —aquí el transporte está fatal y nos conocemos todos.Si ves a alguien que va andando y puedes, lo llevas.
Suspiro aliviada. Que susto. Soy idiota. No me va a pasar nada. Todo marcha según lo previsto.
Finalmente llegamos a la casa del primo. Una gran puerta metálica y un muro muy alto la rodean. Está a medio construir. Como casi todas las casas de Marruecos. Que se van haciendo, poco a poco, a medida que hay dinero. A primera vista tiene el aspecto de una masía catalana. Dentro, nos reciben tres o cuatro perros y no sé cuántos gatos.
Descargamos nuestras cosas. Un par de bolsas y las cámaras. Nos llevan a la sala de invitados. Es el típico cuarto marroquí. Muy recargado. Cortinas. Cojines. Alfombras. Todo muy brillante. Incluso han pintado la pared con purpurina. Los sofás en forma de U ocupan casi todo el salón. En medio de la sala, una mesita. La televisión enchufada emite un programa de música de Libia. Enseguida nos traen el té y unas pastas. Mientras lo tomamos me fijo en el único cuadro que hay colgado en la pared: una foto del rey Mohammed VI junto a su Porche. También veo un DVD. Curioseo el título de la película. DRUGWARS con Benicio del Toro. Que oportuna.
Al primo de Rachid le llamaré Abdu. No es su nombre verdadero pero así le llamaré yo. Tiene treinta y cinco años y es padre de cuatro niños. Se dedica al cultivo de hachís desde que era muy pequeño. Aprendió el oficio de su padre, que lo aprendió de su abuelo, que lo aprendió de su bisabuelo y así generación tras generación.
Abdu manda a sus hijos a buscar el material al almacén. Quiere mostrárnoslo cuanto antes. A mí me alucina que un chaval de cinco años maneje estas cosas pero para ellos, supongo, no se trata más que de la cosecha. Podrían ser cebollas. Podrían ser patatas. Da la casualidad que es Marihuana.
—Trae un kilo del apaleado —le pide Abdu al niño que enseguida sale por la puerta. En dos minutos aparece con un paquete. —…—Este es el de la peor calidad. Se lo vendemos a los ingleses. También a los italianos. — Yo lo miro y asiento. No sé que más decir. —Ahora ve y trae el de primera calidad —Y en un momento aparece el chico con otro paquete.
Así estamos un rato, hasta que la mesita queda llena de paquetes de hachís de diferentes calidades. Hay el originario de la zona, el paquistaní, el de no sé dónde… Yo hace rato que me he perdido.
Rachid no ha parado de fumar desde que hemos llegado. Por lo menos se ha hecho cuatro porros en menos de una hora. Abdu, en cambio, ni uno.
—¿Tú no fumas? —le pregunto.
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Abdu sale y cuando vuelve trae una bandeja. En ella hay un pollo. Me muero de hambre y el olorcillo me dice que voy a disfrutar. Lo ha cocinado su mujer. Lleva zanahorias y aceitunas. El pan también lo ha hecho ella. No hay platos ni cubiertos. Comemos con las manos. Bebemos Coca Cola y mientras nos explica cómo funciona su trabajo.
Plantan la marihuana en marzo. La recogen en setiembre. La dejan secar hasta la época de las lluvias y después se dedican a extraer el polvo. Con Rachid trabajan entre siete y doce personas. Temporeros a tiempo parcial. A él le apodan “la serpiente”. Me abstengo de preguntar por qué.
Estoy agotada y creo que, también, algo colocada pues aunque no he fumado ni un canuto Rachid no ha parado de liarse uno tras de otro. El ambiente está cargado. No hay una ventana que esté abierta y creo que tanto humo me ha afectado a la cabeza. Se me cierran los ojos. Y me escuecen.
Rachid nos da unas mantas. Las echamos por encima del sofá y lo convertimos en una cama improvisada. Aquí dormiremos, esta noche, los tres. De momento, los únicos que nos acostamos somos el Kalvo y yo. Rachid continúa fumando y mirando la televisión. No sé hasta qué hora. Caigo rendida mucho antes.
Al día siguiente me despierto con el canto de los gallos. Intento quedarme en la cama un rato más pero no puedo. No aguanto. Me estoy meando. Salgo y voy al baño. ¿Qué cojones? Es sólo un agujero en el suelo. Me agacho. Me tapo la nariz y meo. Después tiro un poco de agua y salgo como puedo. Hoy no me lavaré los dientes.
Desayunamos. Más té y pastas. Quesitos. Huevos fritos en un charco de aceite.
—Va bien para limpiar —dice Rachid —si fumas, has de tomar aceite. Puro.
Ahora que caigo a la mujer de Abdu aún no la he visto. No sé que cara tiene. Debe estar dentro, en la cocina. Supongo. No sé si debería saludarla. Por si las moscas no digo nada. Tampoco sabría qué decirle. Terminamos de desayunar y Abdu nos hace un recorrido por la casa.
Primero subimos a la azotea. Allí nos muestra unas plantas que se están secando al sol. Después coge una llave y abre una especie de almacén que hay en el piso intermedio. Antes de llegar el olor a marihuana es fuertísimo. Al abrir la puerta, sale una ráfaga penetrante e intensa. Hay plantas y plantas amontonadas y apretujadas. Abdu coge unas cuantas. Me quiere enseñar el proceso para sacar el polvo.
Avisa a sus hijos para que lo ayuden. Mientras lo hacen el continúa hablando. —Esta tierra no sirve para nada. Si plantas tomates, con la nieve se mueren. Las patatas, también. Se muere todo. Solo sirve para el hachís. —…—El rey lo sabe. La policía, también. Aquí no entran ¿sabes? Cada casa tiene sus armas.—…
Termina la demostración y nos trasladamos a otro lugar. Un anexo. Hay que subir unas escaleras. Al hacerlo veo una gallina metida dentro de una maleta.
—Siempre se mete aquí cuando va a poner los huevos —me dice Abdu —y continúa andando hasta una especie de garaje.
Una vez en el interior nos enseña una máquina que utilizan para la pintura de los coches. O las placas. Yo que sé. Lo único que entiendo es que sirve para camuflar los paquetes en el automóvil y así poder pasar los controles en la frontera. En el suelo y de cualquier manera hay dos paquetes. Marcados con rotulador rojo. Cada uno contiene treinta kilos de hachís. Hay algunas placas más metidas en bolsas de cualquier manera. Rápidamente intento calcular de cuánto dinero se trata.
Salimos de esta especie de garaje y nos dirigimos a otro más grande. De camino Abdu señala las tierras que rodean la casa.
—Todo esto es mío. Cuando murió mi padre nos lo repartimos con mis hermanos —y señala con el brazo hacia la derecha —eso es de mi hermano mayor —y señala hacia la izquierda —eso es de mi hermano pequeño. —¿Todos os dedicáisa lo mismo? —Sí. Bueno. Mi hermano también ha montado una gasolinera —Y mientras lo dice me la muestra. Está abajo en el camino que cruza el monte. —¿Ves ese puente? —¿El que cruza el rio? —Sí. —Lleva el nombre de mi padre. Él lo construyó.
Me da la sensación que aquí son familia. Hermanos. Primos. Cuñados. Sobrinos. Estas tierras han pasado de padres a hijos desde generaciones.
Entramos en otra sala. Enseguida me fijo en los asientos. Son de coche y hay bastantes. Están colocados como si estuviéramos en un comedor. Alrededor, unas mesillas. Me hace gracia. En Marruecos siempre te encuentras cosas como éstas. Abdu me muestra las máquinas que utilizan para prensar el hachís. Cuento unas ocho.
—Aquí hacemos tres cientos kilos en un día. —¿Cuántos? —TRES –CIEN-TOS. —¿A cuánto vendes el kilo, si puedo preguntarte? —A 1.500 euros. —No está mal…
Nos sentamos y Abdu continúa hablando. Abre un bote. De hojalata. Parecido al que se usa para guardar el té. De dentro saca un montón de moldes pequeñitos.
—Son para marcar las pastillas de chocolate. Cada lote lleva una.
Los miro. Hay un montón. Escritos en árabe. En inglés. Símbolos varios. Hay un cocodrilo que imita al de Lacoste. Un corazón. Letras con la palabra SKODA. 2PAC. Incluso un número de teléfono.
Abdu nos cuenta que últimamente el negocio anda flojo. Tienen pocos clientes y por lo que veo todavía les queda un montón de material de la cosecha pasada. Kilos y kilos que este año no sé si podrá convertir en dinero.
—Con la crisis el negocio no es lo que era… —¿También os afecta la crisis? —Claro. La gente tiene menos dinero para gastar… además está la guerra de Iraq. —¿Qué tiene que ver la guerra? —Hay más controles en las fronteras. Buscan terroristas pero… a nosotros nos hace más difícil cruzarlas. —¿Pero vosotros transportáis el material? —No. Sólo lo cultivamos. El cliente viene. Lo compra y él ya se encarga del traslado. Nosotros se lo dejamos todo preparado.
Me encantaría saber cómo hacen los clientes. No estamos hablando de piruletas. No se anuncian en ninguna web. ¿Cómo sabe el inglés, holandés o español de turno dónde debe dirigirse? No me da tiempo de hacerle la pregunta, enseguida me cuenta que hace poco ha salido de la cárcel.
—¿Tú? ¿Por qué? Si dices que aquí la policía no entra y el gobierno hace la vista gorda… —Cogieron un camión cargado en la aduana. El tipo cantó y me vinieron a buscar. —Qué putada… —Así es la vida.
Abdu nos cuenta que le cayeron seis años. Al final pagó cuarenta mil euros para rebajar la condena. Sobornó. Así se hacen aquí las cosas. Con dinero lo consigues casi todo. Sólo cumplió dos años. Eso sí, en una cárcel marroquí, en unas instalaciones viejas, que se han quedado pequeñas y en unas condiciones insalubres.
—Las cárceles en Marruecos. Como Alcatraz. Sin médico. Celdas diminutas. Compartidas. Sin sábanas. Con apenas comida. Es muy duro.
Antes de irnos nos sentamos en el patio a tomarnos otro té. Ya no puedo más. No me entra más azúcar en el cuerpo. Hago un esfuerzo para quedar bien con mi anfitrión. El Kalvo pasa. Anda arriba y abajo. Mira el móvil cada diez segundos. Sólo piensa en marcharse. Yo soy la encargada de levantar el campamento. Meto de excusa a los niños, que se han quedado en Tánger con la canguro.
—Están solos desde ayer y tenemos un largo camino de regreso.
Antes de subir al coche Abdu le pregunta al Kalvo si le puede traer a algún cliente.
—Yo soy ingeniero. Trabajo en una fábrica. No tengo amigos de éstos. —Si te enteras de alguien… ya sabes.
Y el Kalvo sonríe. No sabe qué cara poner. Su cabeza ya está en otra parte. Como buen paranoico está sufriendo. Piensa que quizás nos han metido algo en el coche. Abre el capó, lo revisa y no ve nada raro. Pero tampoco sabe qué lleva Rachid en su bolsa y eso lo inquieta.
Emprendemos el camino de regreso. Esta vez conduce el Kalvo. Yo miro por la ventana e intento grabar la historia en mi cabeza. Para no intimidarlos, prácticamente, no he tomado notas y ahora me preocupa olvidarme de los detalles. Tengo cinco horas para memorizarlo todo. Espero no dejarme nada importante.