Revista Opinión
Espetó Benedicto XVI, desde las alturas y volando cual paloma mensajera, que "en España ha nacido una laicidad, un anticlericalismo, un secularismo fuerte y agresivo". De ser cierto no quiero ni imaginar cómo habría sido la cobertura informativa de la visita papal (ofrecida en directo no solo por canales privados como Intereconomía o Popular TV, sino también por la 2 de la televisión pública española), o cuántos millones más nos habría costado el evento. Un enorme despliegue si tenemos en cuenta que el 56,5% de los españoles que se declaran católicos casi nunca van a misa. ¿Y quién tiene la culpa de esto? Cuando la ciudadanía no acude a votar le echamos la culpa a los políticos, pero si los fieles no acuden a los templos a rezar la Iglesia parece no tener nada que ver en ello. Es más fácil responsabilizar al gobierno de turno, elegido democráticamente por los ciudadanos en las urnas, que asumir, por parte de quien no es elegido por sus fieles sino por sus posibles sucesores, los errores cometidos en nombre de Dios.
Desconectados de la realidad que les rodea y predicando la intolerancia y la discriminación hacia unas personas a las que culpan de todos los males de la sociedad simplemente por incorporarse al mercado laboral, disponer de su cuerpo o vivir su amor con total libertad, la Iglesia, y sus jerarcas en concreto, son incapaces de asumir las consecuencias de sus actos y la incoherencia de su mensaje. No ha sido Dios quien ha roto la inocencia y el alma de miles de niños, obligados a ser cómplices del silencio de la vergüenza durante años, ni ha sido él quien ha cambiado el "amaros los unos a los otros como yo os he amado" por el mensaje de la intolerancia y la exclusión. No es Dios quien está arrinconado, sino esta Iglesia tergiversadora de su palabra. ¿Qué sentido tiene esta organización jerarquizada, con Estado y medios de comunicación propios? Nunca antes les ha sido más fácil propagar su mensaje y tan difícil inocularlo en la mente de las personas. "Solo Dios basta", dijo Santa Teresa de Jesús, pero entonces el negocio de la fe no existiría.