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Ella yacía en una silla. Pensaba. Pensaba desolada sobre el rumbo que su vida había tomado. Sin darse cuenta, sin tomarlo ni beberlo se encontraba en una situación bastante incómoda. En ese fluir, como pez en el agua, parecía no haber alcanzado el destino esperado, más bien, una extraña sensación de haberse extraviado por el camino la asaltaba. De repente, ese fluir de líquido por donde se solía deslizar libre e inconscientemente se convirtió en una enorme masa de agua que ahora la oprimía y parecía ahogarla. Después de su abatimiento inicial, luchó, luchó contra la corriente, y lo que en un principio fue un esfuerzo descomunal, poco a poco se fue convirtiendo casi en un placer indescriptible, una sensación de huir, de ir en sentido contrario, y esto le agradaba.
Él, arrastrado y con sensación de abatimiento vagaba solo y triste por las corrientes de la vida. Era incapaz de salir de ellas, no sabía bien que hacía allí, pero tampoco se cuestionaba su situación. Resignado y cansado seguía sin esfuerzo la corriente, que a su vez lo atrapaba como un remolino. Un día sintió una llamada, externa… una fuerza mayor que la corriente, y lo arrastró. Era un canto, un encanto… apareció en una playa, esa había sido la única vez en la que había abandonado la corriente, fue algo instintivo e irracional, él ni siquiera se hubiera planteado esa opción. Allí encontró el origen de su “deserción”, una sirena cantaba expuesta al sol. Yacía en una silla, pero ahora, sí, ahora ella sonreía.
Hay dos tipos de deserción, la emocional y la racional. Cada uno que saque sus conclusiones, pero, no se dejen arrastrar por la corriente, pues a los humanos se nos presupone una “inteligencia” superior al resto de seres vivos, y tal vez esto sea una lacra en nuestro historial, pero al menos, deberíamos hacer gala de ella, y demostrarlo de vez en cuando.
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