En su “Teoría de la Constitución” escrita en 1927 sostiene Carl Schmitt que “El Parlamento, en la mayor parte de los Estados, no es ya hoy un lugar de controversia racional donde existe la posibilidad de que una parte de los diputados convenza a la otra y el acuerdo de la Asamblea pública en pleno sea el resultado del debate (…) La posición del diputado se encuentra fijada por el partido (…) Las fracciones se enfrentan unas a otras con una fuerza rigurosamente calculada por el número de mandatos (…) Las negociaciones en el seno del Parlamento, o fuera del Parlamento, en las llamadas conferencias interfraccionales, no son discusiones sino negociaciones; la discusión oral sirve aquí a la finalidad de un cálculo recíproco de la agrupación de fuerzas e intereses. El privilegio de la libertad de discurso (inviolabilidad) perdió con esto sus supuestos. (…)
El Parlamento se convierte en una especie de autoridad que decide en deliberación secreta y que anuncia el resultado del acuerdo en forma de votación en una sesión pública”. Sería una objeción completamente infantil señalar que el carácter público de las deliberaciones asamblearias es componente sustancial de la democracia. Si así fuera, entonces, la práctica moderna del parlamentarismo, ya denunciada por Carl Schmitt en 1927 y exacerbada por las modernas partidocracias europeas, que permite vulnerar la exigencia de publicidad, mediante las oscuras transacciones del consenso a puerta cerrada entre los jefes de las respectivas facciones, quedaría perfectamente asimilada a un procedimiento dictatorial. Y el carácter democrático del régimen de partidos es un dogma de fe tan inconmovible como el de la Santísima Trinidad.
Y no menos misterioso e incomprensible que aquel. Por eso, participar en las elecciones partidocráticas –en las que se avecinan y en las que estén por venir- está reservado a aquellos que gozan del don de la fe. Los ingenuos, los recalcitrantes que no hacemos más que meter palos en las ruedas del carro triunfal con preguntas infantiles que el Derecho Político europeo ha resuelto ya desde la derrota del fascismo, no podemos permitirnos, todavía, el lujo de acudir, contentos, a refrendar la formalización jurídica de un fraude.
Juan Sánchez.
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Editor: Parlamento y Senado son perfectamente prescindibles. Basta con las Secretarías Generales de los partidos para canalizar las leyes, que aprobarían ellas mismas, y unas cuantas secretarias/os para canalizar la labor administrativa y burocrática. Ahorraríamos millones de euros. Porque ni en el Parlamento está la soberanía popular ni las Cámaras son foros de discusión que puedan modificar intenciones de voto. Simplemente son un absurdo entramado matemático donde la suma ha destruido a las conciencias. De modo que es imposible que haya un avance intelectual. Sus señorías, tan respetados en la sociedad del parecer, realizan uno de los trabajos más simples y sucios que se pueden efectuar: agachar la cabeza ante el dictador que los alimenta y apretar el correspondiente botón. Ello no puede ser sano y, con que se tenga un poco de vergüenza y dignidad, tiene que acabar en una enfermedad mental. Una negación de sí mismo y una absoluta rotura de la autoestima. Con trescientos y pico dementes y 6 o 7 ‘listos’ no se puede construir un país. Y no es ni opinión ni teoría. El ejemplo está bien a la vista.