Sombras de tinta tejidas a la luz de una vela, líneas que tiemblan bajo la luz, trazos que vibran, avanzan, se alejan y se detienen. Curvas que bailan, giran, se estiran, se unen y se separan. Siluetas negras y sinuosas que se deslizan en un silencio que habla. Formas sugerentes, elegantes, cobran vida sobre la página.
Hay sombras que envuelven los signos, figuras que respiran bajo el fuego. La cabeza inclinada se perfila en la pared con su halo de cabellos despeinados. La columna de antebrazo se levanta desde la mesa para sostener la frente. La otra mano se apoya, cerrada, sobre el papel. Es esa mano la que empuña la pluma como una lanza clavada en el corazón de una oscura roca; una lanza que sangra palabras que desgarran la superficie blanca. La tinta palpita al emerger de la punta. Se acelera bajo el calor de la llama, se derrama en una mancha, una sombra que no interrumpe la escritura, sino que la dota de más formas.
Sopla el viento, la vela tiembla, las letras y las sombras quedan atrapadas en la red de oscuridad que anega el papel. Un muro invisible y opaco, como una nube de humo, invade toda la estancia. Todo se convierte en nada en el vacío de las tinieblas. Solo la luz restablecerá la vida cuando el fuego de la vela haga latir las palabras.