Hace
algunos años, la novela de Clara
Sánchez Últimas
noticas del paraíso me
descubrió que algunos lugares vinculados a la modernidad más reciente y a la
sociedad de consumo también podían ser objeto de tratamiento literario, incluso
poético, con todas las consecuencias. Me
refiero a los grandes centros comerciales que han proliferado en los
alrededores de las ciudades como apéndices de los barrios y como
lugares de ocio. En la novela de Clara se
aludía a un centro muy conocido del madrileño pueblo de Rivas Vaciamadrid, pero
la experiencia puede muy bien extenderse a todos los centros comerciales de
parecidas características.
Se
han convertido en focos de atracción de los fines de semana, en contenedores de
algunas ofertas culturales que antes disfrutábamos en las zonas urbanas ya
antiguas, hechas a la tradición, de las ciudades: el cine, la librería, a veces
el teatro y en algunas ocasiones la música, han ido encontrando acomodo en esos
lugares a los que, en la última década, el ciudadano acude a comprar y no sólo….
A veces (y de manera aún más acusada en esta interminable crisis) busca en
ellos un refugio, otras el calor, que falta en la calle, incluso en el hogar,
de una calefacción hospitalaria o el aire acondicionado que en el verano salva
de la calima. También busca una inyección de optimismo, busca la compañía, la
huida de unas calles cada vez más deshumanizadas, más desprovistas de la vida
que tuvieron antaño: cines cerrados o a la espera de albergar una oficina
bancaria, comercios muertos o convertidos en las casi indiferenciables “tiendas
chinas”, tristeza, nostalgia por un tiempo de esplendor desaparecido con
demasiada rapidez, casi de un día para otro.
Esta
mañana he acudido a cambiar los neumáticos del coche a uno de esos centros. Mientras
los empleados se afanaban en la tarea, no me he podido resistir a la tentación
de pasear entre sus escaparates: al ser una mañana laborable, sus avenidas
interiores estaban casi vacías, la soledad parecía flotar en un ambiente que
parecía desasistido, como si se enfrentara a una situación para la que no había
sido preparado. Comercios vacíos (incluso las franquicias de moda, tan
concurridas por la tarde y en los fines de semana), empleados acodados en las
puertas o sentados tras el ordenador y con la mirada y los dedos atrapados en
teléfonos móviles de la última generación, limpiadoras, cafeterías sin clientes
o sólo con algún despistado que tomaba café y leía el periódico…. Una inmensa
carcasa pensada para albergar la felicidad y el artificio se mostraba vacía,
extrañamente triste, desubicada, sin apenas actividad.
Yo
pensé en la novela de Clara Sánchez
y caí en la cuenta de que, a diferencia de lo que ocurriría con las calles del barrio, a ese
centro comercial vacío volvería, con el atardecer, la vida, la agitación, el tumulto. Y pensé, sobre todo, que ese lugar u
otros parecidos, se habían convertido en parte de mi geografía sentimental:
recordé el de Gran Vía de Hortaleza y el de las navidades de mis hijos y las horas
pasadas allí alimentando sus sueños, recordé el de La Vaguada como refugio de
algunas tardes de invierno con algunos amigos (no hace mucho estuve allí y pude
ver los grupos de pensionistas que hacen vida huyendo del tedio de la casa y,
quizá, de la vejez), o el de Madrid Sur, allá en Vallecas, en cuya librería-papelería,
hoy desaparecida, pasaba un buen rato cada día husmeando en las novedades y
cotilleando entre los útiles de escribir y las carpetas y cuadernos que se
mostraban en sus estanterías como si en ello me fuera la recuperación de la
infancia y los días de colegio.
Ya forman parte de la cotidianidad de nuestros
barrios. Varias generaciones han construido su ocio al amparo de sus inmensos muros
de cristal o metacrilato, miles de adolescentes descubren el amor cada fin de
semana, las salas de cine reciben a una multitud que hace tiempo dejó de
frecuentar la ciudad vieja, los estrenos hace mucho que dejaron de ser exclusivos de la Gran Vía madrileña o de la calle Luchana para ocupar los multicines periféricos… Y los barrios han encontrado allí un apéndice
cosmopolita, émulo de las grandes avenidas europeas o norteamericanas, para
saldar la vieja deuda (aunque sea de modo artificial, endeble) de la
marginación y el provincianismo. Son, es verdad, monumentos al consumo
desmedido. Pero son, también, parte inseparable del nuevo siglo, de nuestra
cotidianidad más allá de la casa. De nuestros barrios. Inevitablemente.