A ninguno nos gusta aceptarlo pero sí, nos sentimos el ombligo del mundo incluso para lo malo, y nos gusta jugar a sentirnos víctimas. Se ve que es un recurso que nos queda en nuestro interior como retazos del instinto de nuestra infancia cuando llorábamos y todos a nuestros alrededor, se afanaban en calmarnos a costa de lo que fuera necesario. El resultado es que nos hemos convertido en unos mimados, y ya de adultos, sin las contemplaciones maternas, el mundo se nos antoja cruel y sentimos que somos desgraciados si no recibimos lo que queremos y cuándo queremos.
A veces creo que todo el mundo está en mi contra. En la calle, el carril de al lado siempre avanza más rápido que el mío. Lo mismo ocurre en la fila del supermercado. Y ya que estamos en eso, ¿por qué siempre tiene que llover cuando no llevo paraguas? ¿Y por qué las avispas siempre quieren comer mi sándwich en los picnics y no los de la gente de al lado?
Mis impresiones en torno a la victimización están basadas en el juicio de probabilidades. O saco una conclusión basándome en el principio de causalidad (como me olvidé el paraguas, llueve) o lo hago por asociación (las avispas prefieren mis sándwiches a los de los demás).
Uno de esos errores es lo que se conoce como “correlación ilusoria”, un fenómeno por el cual asociamos dos cosas que nos llaman la atención pero que no están vinculadas entre sí.
Fuente: BBC
Tú y yo, y todos, experimentamos la asombrosa manera en que la cola del súper se ralentiza cuando nosotros llegamos, llueve justo el día en que olvidamos coger el paraguas, se agota justo el producto que íbamos con intención de comprar, nos han cerrado las puertas del autobús justo cuanto nosotros hemos llegado para alcanzarlo. La mala suerte está al acecho de todos y cada uno de nosotros. Y hasta el que presume de gozar del mayor optimismo, no puede evitar sentirse presa de la mala fortuna en ocasiones, aunque pretenda negarlo para no enturbiar su imagen de persona tranquila.
Según la ciencia, tal y como sospechábamos, no hay mala suerte que valga, ni somos desgraciados realmente, simplemente nos lo hacemos. Y es que nos gusta sentirnos el ombligo del mundo hasta sus últimas consecuencias, aunque en ello nos arrastre también un nefasto azar. Sin llegar a la enfermiza paranoia, lo cierto es que todos somos un tanto niño en este sentido, y egoístas. Pero no debemos culparnos, siempre y cuando esta sensación no suponga una barrera psicólogica importante para nuestra vida. Ya que obedece, a nuestra intuición y el instinto de supervivencia tiene también sus argumentos para que seamos tan quejicas. O mejor dicho, para que nos creamos con la razón de poder serlo.