Cuando el mercado somos todos, es difícil extirparlo. ¿Quién o qué es el mercado? Se ha hablado y escrito mucho: son las lascivas agencias de clasificación que eligen a sus víctimas entre las más débiles, debilitándolas aún más hasta engullirlas, o son las sociedades de inversión y corporaciones multinacionales, los grandes inversores anónimos (los más)… Todos ellos tienen algo en común: comprar barato (para ello son capaces de reducir el precio de las cosas) para sacar un beneficio al revenderlo más caro, ya sean bienes, servicios o dinero. Nosotros hacemos lo mismo. Se llamó burbuja inmobiliaria y se estudiará en los libros como el máximo exponente de la codicia humana en los albores del siglo XX, con una estela que se alargó hasta principios del XXI. En esa época de vacas felices, ¿qué vendedor de un pisito de 65 m2, por poner un ejemplo, en cualquier barrio, bienestante o proletario, no presumió delante de amigos y vecinos de la plusvalía que había obtenido, aun sin saber qué significaba eso exactamente? ¿Quién no le ha dicho alguna vez al empleado de una oficina bancaria que le buscara el producto que mayores intereses podía darle por su dinero, de procesión de banco en banco, de caja en caja, para quedarse con el mejor postor? ¿Quién, aun ahora, se plantea dónde domiciliar su nómina y dos recibos allá donde le regalan el último gadget tecnológico? Porque yo no soy tonto, como reza un slogan publicitario. No hacerlo sería situarse al mismo nivel que los que ven la vida pasar sin coger un puñado ni aprovechar la oportunidad. Porque yo no soy tonto, ni me planteo si se destrozan recursos naturales de países que sólo tienen eso, ni bajo qué condiciones laborales casi de esclavitud son necesarias para conseguir esos precios, ni si para que yo tenga un buen interés bancario pasa por desahuciar a un desgraciado, lejano, anónimo como el mercado que no ha podido hacer frente a la subida de la cuota. Somos mercado y hemos empezado a hacer como él: ya no nos fiamos ni de nuestra sombra.
