Abrió los ojos alertada por la alarma del móvil, ese aparatejo que se había convertido en un jefe tirano, en un amante insaciable y celoso, en una amiga necesitada... y marcaba sus tiempos, controlaba sus días, empezando por lo primero: el despertar. Tenía la garganta seca y doliente, y un punzante dolor en las sienes. "Nada que no se arregle con una buena dosis de ibuprofeno", pensó.
La ducha caliente reanimó su sistema nervioso y la espabiló un poco más, el café terminó de despertarla del todo. Sólo 15 minutos después su vida se había convertido en una carrera de obstáculos a contrareloj. Para cuando alcanza el andén, sudada como si esa ducha reciente nunca hubiera tenido lugar, agradece la brisa enérgica que levanta el metro al alejarse a toda velocidad. "Madrugar, maldecir, escapar, sonreír, gritar: No puedo más". Siempre recordaba esa canción en momentos así.
Se sienta en un banco a esperar al siguiente tren, y saca su pequeña bolsa de maquillaje de diario. No le ha dado tiempo a pintarse en casa. La llegada del metro la sorprende en pleno proceso de extensión del rimmel, que se le cae de las manos y rueda raudo hasta colarse por la ranura de la vía. El resto de los pasajeros también siguen con los ojos la trayectoria del tubito dorado. "En fin, es lunes. ¿qué se puede esperar?", suspira.
No hace frío a pesar de estar ya en otoño, pero en la amplia avenida que atraviesa de camino a la oficina siempre sopla un vientecillo destemplante. Le sigue doliendo la garganta. El analgésico debe estar perdiendo eficacia en ella por el uso frecuente. Como siempre, la cabeza gacha mientras camina consultando ágil su teléfono. "Menos mal que el viernes es fiesta y esta semana es más corta", teclea, y no lo ve. No ve al coche que la embiste sin poder evitarlo, sin conseguir frenar a tiempo recién salido de la autopista. No consigue acabar la frase: "Son cuatro días".