Cuando a los que fuimos niños en los años setenta nos preguntaban qué queríamos ser de mayores algunos lo teníamos bastante claro: Queríamos ser como los detectives de las series del momento, persiguiendo a los malos en coches espectaculares o pilotando un helicóptero. Soñábamos con lo que nos llamaba la atención a través de la pantalla de la caja tonta en aquellos años de transición en que aún se empeñaban en hacernos vivir en blanco y negro. Si éramos buenos no podíamos desviarnos ni un ápice del camino que nos trazaban y, si alguna vez osábamos ser malos, ya nunca más se nos reconocería nada bueno.
Los padres de la época tampoco lo tenían mucho más fácil que sus niños. Los esperaban a ciegas, porque en aquel momento no existían las ecografías y se enteraban del sexo de sus bebés en el paritorio. A partir de ese descubrimiento, se impondría un patrón de vida en azul o de vida en rosa, limitando las libertades de niños y niñas, obligados a acatar las instrucciones de lo que se esperaba de cada género sin permitirles ni un desliz. Aunque a través de la caja tonta, de la música, de los libros y del cine, nos llegaban los estímulos que nos permitían soñar con otro mundo y con otro tipo de vida.
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Queríamos ser todo lo que admirábamos en otros. Ser como aquel adolescente masai que corría por las sabanas africanas, ser con aquel niño vikingo que siempre tenía ideas geniales, ser como aquella niña alemana que se calzaba dos trenzas en horizontal y vivía con un mono y un caballo, ser como aquel niño italiano que no dudó en cruzar un océano buscando a su madre o como aquella pequeña abeja que nos enseñó valores mientras revoloteaba por el campo ayudando a sus peculiares amigos.
Llegados a la adolescencia, dejamos de tener las cosas tan claras y empezamos a llevarnos las primeras decepciones. El mundo que durante años nos había parecido tan grande y tan lleno de oportunidades, se redujo de repente a unas pocas opciones nada alentadoras. Una cosa era querer y otra muy distinta era poder. Por querer, queríamos lo mejor, pero reconocíamos que no estaba a nuestro alcance, y empezamos a bajar de las nubes y a sentar la cabeza. Cometimos errores y aprendimos grandes cosas de la mayoría de ellos. Intentamos acomodarnos en la que creímos una vida mejor que la que llevaban nuestros padres, pero nos encontramos con problemas nuevos para los que nadie nos había preparado y, poco a poco, fuimos entendiendo que la vida no iba de soñar, sino de vivir.
Vivimos tan de espaldas al resto de los animales que demasiado a menudo nos olvidamos de que nosotros también somos animales y de que, en el árbol genealógico de nuestra especie, compartimos con los monos un ancestro en común.
En su libro El mono feliz, Carlos Chaguaceda nos descubre un viaje fascinante por el mundo de nuestras emociones. Nos explica cómo influyen en nuestra manera de conducirnos por la vida factores como la salud, el dinero y el amor. Pero también nos demuestra cómo puede ser infeliz alguien que, aparentemente, lo tiene todo y, viceversa, cómo puede sentirse la persona más dichosa de la tierra alguien que no tenga absolutamente nada.
A lo largo de las páginas de El mono feliz, su autor hace referencia en distintos capítulos a Eduardo Punset. Este definía la felicidad como la "ausencia de miedo".
La vida siempre va en serio. No es como en el colegio, que si suspendías un examen, podías repetirlo en septiembre. Si te arriesgas y caes, esa caída siempre tendrá consecuencias. En tiempos difíciles es difícil no tener miedo. Se teme perder el trabajo o no encontrar otro si ya has perdido el que tenías. Se teme no poder mantener a los hijos o no poder pagar la hipoteca o el alquiler o, lo que es aún más triste, tener que elegir entre una opción y la otra. Se teme caer enfermo, se teme perder a un ser querido y se teme tener que enfrentar problemas para los que no te sientes preparado. Pero los miedos son paralizantes. Son barreras mentales que debemos intentar superar cuanto antes mejor. Porque aunque parezcamos convencidos de que no vamos a poder con una situación, cuando estamos inmersos en ella, emerge de nosotros una fuerza que nos ayuda a intentar salir de ella. Esa fuerza es nuestro instinto de supervivencia.
A veces alardeamos de la superioridad del cerebro humano en comparación con los cerebros de otras especies animales, pero olvidamos que, en realidad, contamos con tres cerebros y que, aunque nos sorprenda, el más antiguo de ellos, el denominado reptiliano, es el que nos ayuda a salir de situaciones difíciles, pues nos despierta ese instinto de supervivencia que nos permite crecernos ante cualquier adversidad. Nuestro segundo cerebro es el denominado límbico, gracias al que podemos regular nuestras emociones y comportamientos y el tercero es el denominado neocórtex, donde residen nuestras capacidades de abstracción, razonamiento, lenguaje y pensamiento consciente. Este último es el que nos hace comportarnos como humanos. Pero los tres cerebros trabajan perfectamente coordinados.
Carlos Chaguaceda escribe que "La naturaleza nos lanza al mundo con un libro de instrucciones, pero luego son quienes nos dan la vida, los que nos rodean mientras somos pequeños y, finalmente, nosotros y nuestras circunstancias, los que hacemos esas instrucciones realidad. Puede que una parte de la felicidad que nos toque venga escrita en nuestro ADN, pero somos, o así me gusta pensarlo, "dueños de nuestro destino y capitanes de nuestra alma", como decía el poema Invictus que acompañó siempre a Mandela, para buscarla. Y compartirla con los demás, que es lo mejor que podemos hacer".
Muchos padres ya les aseguran hoy a sus hijos pequeños que les da igual lo que lleguen a ser en la vida, mientras sean felices. Aunque no falten quienes se rían de tales ocurrencias y alienten a los suyos a que aspiren a ganar cuanto más dinero o más fama mejor. Instagram y otras redes sociales cuentan con usuarios cada vez más jóvenes que sueñan con ganarse la vida postureando o, como habrían dicho nuestras abuelas, con vivir del cuento.
La felicidad es una de esas grandes palabras con las que todo el mundo se llena la boca pero en las que parece que nadie crea. Tal vez por considerarla una frivolidad. ¿Cómo vamos a ser felices en un mundo tan deprimente como el que habitamos? Es el argumento que utilizaría cualquier escéptico para boicotearnos nuestro empeño de alcanzarla. Pero, afortunadamente, no faltarán los optimistas que nos recuerden que somos lo que creemos, que para cambiar el mundo primero hemos de cambiar nosotros y que, cuanto más oscura sea la noche, más cerca estará el amanecer.
Estrella PisaPsicóloga col. 13749