Ayer soñé que mi examen se resolvía solo. Ni siquiera tuve que
tomar el lápiz y fingir que lo contestaba. Tampoco tuve que hacer
esas muecas que todo el mundo cuando está tratando de recordar la
fórmula para un problema o la fecha específica de una batalla. Fue
tan natural como recibir el cuadernillo del maestro, poner la hoja de
respuestas sobre el pupitre y esperar a que las manecillas siguiera
su camino.
No me emocioné mucho. Al menos creo que no me emocioné
mucho. Quizás un leve sentimiento de extrañeza muy natural a los
momento en que uno se debate entre aceptar que se está soñando y
surge la duda de si estamos desiertos. Me di cuenta de que estaba
dormido porque mi perro y mi padre estaban sentados junto a mi,
resolviendo la misma prueba.
-Pásame la B -me pidió Sandy, el perro que no ladró, ni
siquiera movió el hocico o la cabeza, pero pude escucharlo
claramente.
-No, rompiste mi par de tenis favorito -pensé en contestarle,
pero al final le pasé la respuesta correcta.
Volteé al otro lado
para ver las respuestas de mi papá. Nunca lo había visto tan
angustiado. Ni siquiera cuando el banco lo amenazó con quitarle la
casa si no pagaba la hipoteca. Tenía varias respuestas incorrectas,
pero preferí no interrumpirlo. Estaba tan concentrado que pensé que
se daría cuenta de sus errores al final del examen.
Yo seguía escuchando el tic tac del enorme reloj de arena que
estaba en el centro del salón. Ere era otro indicio de que estaba
soñando: ningún salón tiene un reloj de arena tan grande.
Y luego, el maestro tenía esa actitud de perro guardián
parado junto al escritorio, inmóvil, como husmeando el aire para
percibir el inconfundible olor de la trampa. Giraba la cabeza no para
observarnos sino para olisquear el aire del salón.
No detectó mi trampa, que de hecho no lo era. Yo creo que fue
un regalo, o una cuenta saldada. Si hay un mago de los sueños, o un
dueño de las fantasías, un guardián, un responsable, un empleado
de mostrador en el departamento de los sueños, sin duda que ya me
debería algo.
Recuerdos las noches cuando era niño, que me despertaba
gritando y gimoteando por la impotencia que me provocaban los sueños.
En éste, al menos, algo bueno me pasaba.
Habían pasado unos 30 minutos desde que comenzó la prueba y
yo estaba a punto de caer muerto de la aburrición cuando el maestro,
que ahora tenía cara de labrador dorado, ladró que el tiempo había
terminado. Pasó por cada uno de los lugares y tomó con el hocico
las pruebas.
Apenas puso las hojas sobre el escritorio, giró sobre los
talones y con un fuerte ladrido, que retumbó en el salón y el
pasillo de la escuela dijo: "Tú, (apuntó hacia mi),
contestaste todo el examen mal. Estás reprobado".
Desperté.