Election Eve. William Eggleston
En marzo y abril, durante el confinamiento, en Los Molinos todo era silencio, un silencio profundo, absorbente, como un agujero negro. No había pájaros, no había coches, solo el rumor del tren vacío, pasando a y veinte y a menos veinte. No había gente y los pocos que estábamos, nos encerramos en nuestras casas y cuando salíamos procurábamos ser discretos, no hacer ruido, casi andábamos de puntillas de camino al contenedor, como si el sonido de nuestros pasos fuera a despertar a la bestia o nuestras voces fueran a retumbar, como lo hacen en una catedral vacía, sonando irrespetuosas y fuera de lugar. Incluso nevó un par de días como si la naturaleza nos tapara con una manta y dijera: hale, hale, ya pasará.Al terminar el confinamiento, Los Molinos se llenó de ruido. Volvieron los pájaros a acompañar a los trenes. Se abrieron casas cerradas durante años, y chirriaron las verjas oxidadas de jardines con vegetación descontrolada. Las mañanas se llenaron del ruido de las máquinas cortacésped, las podadoras, las aspiradoras y el chatarrero. Coches en procesión al punto limpio, paseantes, gente en bici, obras, reformas años pospuestas porque "total, a Los Molinos solo vamos de vez cuando" que se volvieron imprescindibles "por si acaso nos confinan otra vez". Música, reuniones, barbacoas, amigos. Lo raro era el silencio.
Ahora ya es septiembre y Los Molinos se va apagando de nuevo. Se escuchan obras de fondo pero la efervescencia sonora del verano va desapareciendo cada día un poquito más, como si alguien fuera apagando poco a poco los interruptores de una casa justo antes de salir: ya no hay casi tráfico, no hay cortacésped, no hay barbacoas ni música. Ahora lo que se oye es el sonido de septiembre que no se parece a ningún otro. Ha vuelto (o quizás siempre estuvieron aquí pero solo ahora, cuando lo demás desaparece, se pueden escuchar con claridad) como cada año, el canto de unos pájaros determinados que no sé cuales son pero que me lleva a mis ocho, nueve años, a cuando vivíamos todavía en la casa de mis abuelos y al escucharlos me ponía triste porque sabía que pronto tendríamos que volver a Madrid.
Yo no voy a volver a Madrid hasta octubre pero solo de pensarlo me entristezco, me hundo en la melancolía y elucubro escenarios en los que puedo evitar esa vuelta. Cuando la gente me pregunta pero ¿qué tiene Los Molinos? no sé que decirles. Los Molinos no es bonito, no tiene calles empedradas, ni edificios bien conservados. Su calle principal, la calle Real, está llena de carteles de se alquila y se vende pegados en los escaparates de lo que en algún momento fueron un ultramarinos, una floristería, una pescadería, una heladería, una pastelería, una mercería y que ahora ya no están. Sobreviven una pequeña ferretería, una farmacia, el banco, la oficina de correos. Por no haber, en Los Molinos ya casi no hay bares. Todos los míticos que la gente recuerda hace tiempo que desaparecieron. Ahora la vida social transcurre en el tramo de la calle Real que se transforma en carretera de salida del pueblo, en el tramo de calle que recorre la fachada del supermercado local. Bajas a por patatas La Montaña y ahí es donde te encuentras a todo el mundo haciendo la compra, saliendo de la farmacia o corriendo al chino a comprar algo imprescindible o de última hora. «Hola, ¡qué tal! ¡no nos vemos nunca!» Ahora esos saludos también se van apagando, la gente se ha marchado, quedamos los de siempre y La Peñota.
Los pájaros en septiembre, el ruido de la puerta de la oficina de correos que huele a expectativa, el viento en las ramas del pino del jardín, la moto del cartero, el sonido de los pasos en las calles de tierra, las campanas de la iglesia, el tren de menos viente y el de las y veinte.
Eso es lo que tiene Los Molinos y por eso quiero vivir aquí. No se explicarlo mejor.