Tengo que confesar otra cosa: fui (quizás todavía lo soy), fan de los Thundercats. Y la verdad es que nunca me identifiqué del todo con ninguno de los buenos. Más bien me intrigaba el ritual de transformación de Munra (Mumm-Ra, como se escribe originalmente) y su triste destino de descansar después de su transformación.
Ahora, 20 años después, creo que este desdichado villano es una metáfora curiosa de mi bipolaridad.
Hace apenas un par de días discutí de nuevo con mi esposa por una razón tan tonta como sencilla. El resultado fue que, después de aguantarme mucho, reventé. Le grité, manoteé, y nos enojamos. Entonces sentí como si me transformara. Es una sensación extraña.
Durante todo el tiempo que la escuchaba reclamarme y que yo me concentraba en no estallar, sentí bullir dentro de mi las ganas casi incontrolables de reventar. Aguanté unos cinco o siete minutos, hasta que ese impulso me ganó.
La mirada me cambia, lo sé. Mis movimientos cambian, lo sé también. Mis palabras, el tono de voz, el volumen, todo se transforma en una versión agresiva y mal intencionada, hiriente, punzante y malaleche de mi mismo.
No es agradable. Ni para mi, ni para mi esposa, que es la que generalmente me soporta cuando estoy así. Aunque también le ha tocado a repartidores de pizzas, meseros, técnicos de computadoras, vendedores de electrodomésticos... incluso a mi madre.
Pasados unos minutos, en el mejor de los casos, o una horas, vuelvo a ser el mismo, incluso más tranquilo, más apaciguado. Sí: descargo mi furia, mi enojo, mi ira, mi frustración.
En las crisis más fuertes que me ocurrieron hace más de dos años, después de uno de esos ataques infames de furia me iba a dormir. Me quedaba sin fuerzas, sin ganas de hacer nada, era casi como después de tener un orgasmo. Uno siente paz, tranquilidad, alivio, cansancio y sí, un placer un poco culpable por todo el mal que dejamos atrás. Un huracán humano.
Así era Munra. Entraba en trance, y pasaba de esa momia débil y frágil a un monstruo fuerte y peligroso que podía causar daños irreparables pero tenía una caducidad. Y tan pronto como pasaba su efecto, tenía que retirarse a descansar para recuperar fuerzas, quizás para reflexionar en lo que hizo mal, en qué falló.