A veces nos cuesta decir a nuestros hijos que les queremos. Tenemos miedo a mostrarnos frágiles, quizás demasiado emotivos, y en deuda con lo que nos han aportado. Nos cuesta reconocer que les apreciamos, que nos han ayudado, que les echamos de menos...
Sobre todo: que les queremos. Cuesta decirlo a los propios padres, a la mujer o al marido... pero sobre todo a los hijos. Hace falta un poco de humildad para reconocer que nuestra mirada agria, esa que adoptamos para hacer valer nuestra autoridad, es sólo una careta: no es lo que verdaderamente sentimos, es sólo fruto de un orgullo que no siempre somos capaces de rectificar.
Es importante comprender esto. Que no les comprendamos no quiere decir que no les queramos. Quiere decir que son diferentes, quizás de otra generación... pero siguen siendo de nuestra familia, de nosotros, de nuestra vida. Siguen siendo nuestros hijos. Afortunadamente, historias como éstas no son muy frecuentes, pero nos hacen pensar.
Ojalá que nunca lleguemos tarde para decírselo... Ellos lo están esperando.