Por Iván Rodrigo Mendizábal
(Publicado originalmente en la revista Ache, no. 2, Quito, en diciembre de 2015)
Fotograma de Stalker de Andrei Tarkovski.
No importa dónde se llega sino el embarcarse en un viaje. Tal se podría decirse que es el sentido que encierra el film “Stalker” de Andrei Tarkovski (1979). Aquél justamente es el retrato de un viaje que emprenden dos personajes, un profesor y un escritor, junto a un stalker (una especie de buscador o explorador), al interior de la Zona, zona esta prohibida, lugar abandonado, inexistente aparentemente de vida, producto de alguna hecatombe nuclear, donde los personajes pretenden pedir y hacer que se cumplan sus deseos.
De eso se trata, en sentido general, esta película para mí una de las más grandes de la historia del cine. Es un film sobre cómo se embarcan unos seres en un viaje; aunque el propósito de ellos es más materialista, el stalker nos enseña que lo que se debe buscar es mucho más de lo que uno se ha trazado. Se trata de hacer un viaje espiritual, donde se pone en crisis la razón frente al planteamiento de explorar la verdadera fe que cada ser humano debería tener como algo esencial.
El film es, en este sentido, una especie de clamor. Tiene su tiempo y su ritmo. Para quien se embarcase en la visión de esta película debe entrar en el mismo juego que el stalker plantea a los personajes: mientras ellos pretenden conocer el camino, encontrar lo que han escuchado, saber que es posible cumplir con su deseo, en definitiva probar la existencia de algo que es racional a ellos, el guía les irá insistiendo que de lo que se trata el viaje es recorrer el camino de la existencia de cada uno de ellos, es decir, el camino de la existencia de cada uno de los espectadores.
Por ello el film requiere desarrollar la pasión por el camino de la mano de alguien que guía. Tarkovski lo hace con maestría, pues desde el principio nos declara que no existirá movimiento alguno sin que su cámara haga algo. El tiempo transcurre en la misma medida que transcurre lo que el director quiere que veamos y transitemos. Las imágenes, en este contexto, se muestran lentas y el propio ritmo del film parece ser el de un ritual de adentramiento con su propio tiempo y espacio. Si alguien quisiera ver pura ciencia ficción o una especie de película de acción requiere cambiar su esquema mental pues Tarkovski nos invita a ver un cine poema visual.
Acostumbrado a propuestas estéticas de ruptura con el cine convencional, incluso con la propia estética socialista del que fuera en su momento el cine soviético, la película abunda en un tema propio, personal: el de la búsqueda de la espiritualidad, el reencuentro con la fe, el diálogo con Dios. Por ello el argumento, lineal en todo caso, es sorprendente: los personajes no pasan sólo peligros (la base militar, la zona agreste y misteriosa), sino deben explorar al interior de sus conciencias, hecho que les pone en una crisis personal; desde allá ellos deben replantearse lo que son y lo que piensan. De ahí la importancia de este film: nos obliga, mediante imágenes poéticas, metafóricas, a ver nuestro interior. Ahí radica la intensidad de la película, la cual, en la medida que transcurre nos induce a preguntarnos cuán dominados estamos dominados por nuestros deseos materiales, por nuestros propios sentimientos egoístas que nos ha hecho olvidar la dimensión que hace al verdadero ser humano, su fe en la propia existencia y en la vida.
Entonces, no importa dónde se llega, sino el camino a recorrer; el viaje para encontrar la conciencia de la fe siempre será infinito. En el materialismo las personas creen haberse realizado con las cosas materiales; de este modo, creen que han llegado a culminar su existencia; Tarkovski nos enfrenta a romper este modelo. Tal la razón por la cual este film para mí es quizá la expresión cumbre de un cine verdadero.
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