George Lucas concibió su saga como un entretenimiento para el público infantil en una época en la que predominaba el realismo más crudo.
Asesinos, psicópatas y gángsters
A finales de los años sesenta, Estados Unidos comenzó a despertar de su breve sueño de paz y amor. La prensa libre llevó la guerra de Vietnam a cada hogar americano, el lado oscuro de la droga corrompió el flower power, los disturbios raciales iban en aumento y los símbolos de la esperanza -Martin Luther King y Robert Kennedy- eran abatidos a balazos. Ni siquiera Hollywood era capaz de ofrecer una vía de escape a una realidad tan dura. Los grandes estudios habían perdido su capacidad para llenar las salas y ni siquiera las grandes estrellas de siempre podían invertir la tendencia. Su brillo había sido eclipsado por la luz del tubo catódico y la oscuridad política y social.
Ésta era la América en la que vivía un veinteañero llamado George Walton Lucas Jr., estudiante de la escuela de cine de la University of Southern California que en 1967 había logrado cierto renombre con su cortometraje de ciencia-ficción THX-1138: 4EB. Ese año, Lucas fue galardonado con una beca de Warner Bros. que le permitiría ejercer de ayudante del emergente director y guionista Francis Ford Coppola. Coppola, que convertiría en su padrino y mentor, encabezaba una nueva generación de directores que rechazaba frontalmente el poder de los estudios de Hollywood. “El sistema de los estudios murió cuando empezaron a ser dirigidos por agentes y contables”, dijo Lucas. Entre aquellos realizadores rebeldes se encontraban Dennis Hopper, Peter Bogdanovich, Robert Altman, William Friedkin, Roman Polanski o Martin Scorsese. Estos jóvenes brillantes y arriesgados, inspirados por los auteurs europeos y apoyados en sólidos guionistas como Robert Towne o Paul Schrader, reinventaron la industria cinematográfica con una serie de títulos adultos y oscuros para un país que había entrado bruscamente en la mayoría de edad. Los caducos estudios les entregaron el poder y ellos a cambio les ofrecieron obras revolucionarias como Easy Rider, El exorcista, Chinatown, Taxi Driver o El Padrino. Pero ¿qué hacía George Lucas mientras tanto?
Todavía bajo el ala de Coppola y su productora American Zoetrope, Lucas estrenó en 1971 THX 1138, adaptación de su celebrado corto que, sin embargo, no obtuvo el favor del público. La opinión de sus amigos realizadores era que la película era demasiado fría y cerebral, quizá una proyección del carácter distante del propio Lucas. El director tomó buena nota de aquel consejo y para su siguiente proyecto apostó por la naturalidad y la sencillez. American Graffiti, estrenada en 1973, fue un éxito de crítica y público que obtuvo cinco nominaciones a los Óscar: mejor película, mejor director, mejor actriz de reparto, mejor guion original y mejor montaje. Lucas lograba por fin consolidarse con una película muy diferente a las realizadas por sus compañeros de generación. American Graffiti -ambientada en Modesto (California), pueblo natal de Lucas- trata sobre un grupo de adolescentes durante último verano de su juventud, en 1962. En un momento en el que su país trataba de asimilar el escándalo del Watergate y la corrupción de su gobierno, Lucas ofreció a sus compatriotas un viaje atrás en el tiempo hasta una época más inocente, tan diferente al presente que casi parecía una galaxia muy lejana.
Samurais, princesas y cowboys
Tras el éxito de American Graffiti, Lucas tenía claro su siguiente paso. “Vi que los niños no tenían ninguna fantasía como las que teníamos nosotros”, reflexionaba Lucas. “No tenían cine del Oeste, ni de piratas ni auténticas películas de aventuras como las de Errol Flynn o John Wayne”. Además, desde la muerte de Walt Disney en 1966, la gran compañía de entretenimiento infantil fue alejándose de los estándares de calidad de sus grandes clásicos para despachar productos tan olvidables como Los Aristogatos, Robin Hood o Los Rescatadores. George Lucas fue lo bastante inteligente y lo bastante sensible como para apreciar que había toda una nueva generación huérfana de ficción y para ellos comenzó a escribir la historia de Mace Windu, un viejo Jedi-bendu del planeta Opuchi, y Usby C. J. Thape, su aprendiz padawan. Obviamente, aquello solo era el principio.
El proceso de escritura fue un infierno. Lucas no era un guionista de pura cepa y no conseguía cristalizar sus muchas ideas y referencias. Con un planteamiento tan confuso le sería imposible encontrar financiación y, en paralelo, su círculo de confianza le insistía en que se olvidase de aquel pastiche de Flash Gordon y Buck Rogers e hiciera algo más serio. Coppola tenía para él un gran guión basado en El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad y Lucas, en la cresta de la ola tras American Graffiti, parecía el idóneo para filmar su Apocalypse Now. Sin embargo, no parecía demasiado entusiasmado con la oferta, mientras seguía desarrollando las aventuras del general Kenobi y Anakin Starkiller. Por fin en 1975 tuvo listo el tercer borrador de su guión y logró que 20th Century Fox asignara 8’5 millones de dólares a un proyecto de un género en decadencia donde las estrellas estaban en el título pero no en el reparto. Contra todo pronóstico, Star Wars estaba lista para despegar.
La historia comenzaba con algo parecido a un “érase una vez” y, como Peter Pan, mezclaba géneros sin complejos para estimular la imaginación de esos niños que no querían crecer. Si en la obra de James M. Barrie cabían piratas, hadas, indios y sirenas, la de Lucas tenía una princesa, como los clásicos Disney, pero también los samurais de Akira Kurosawa y mucho del far west de John Ford. Había un emperador corrupto que parecía inspirado en Richard Nixon y un vaquero solitario que para Lucas era reflejo de su maestro Coppola, un rebelde que se movía entre las grietas del Imperio (los estudios de cine), siempre desafiante pero siempre al borde del precipicio. Lamentablemente, tras las primeras semanas de rodaje aquellos ingredientes no terminaban de ligar y los rudimentarios efectos especiales agravaban la sensación de sinsentido. La primera proyección interna fue una decepción. Los productores no entendían nada y solo algunos amigos realizadores arrojaron algo de esperanza. Brian de Palma aportó críticas duras pero constructivas en referencia al absurdo guión. Steven Spielberg (que ya era el director más taquillero de la historia con Tiburón) respaldó a Lucas ante el estudio y aseguró entusiasmado que Star Wars triunfaría. No en vano, Spielberg tampoco conectaba con el realismo sucio del cine de su época. Él era otro niño de diez años con ganas de soñar frente a la pantalla. Con su inyección de optimismo, Lucas puso a trabajar 24/7 a sus chicos de Industrial Light & Magic y “rescató” a su esposa Marcia (prestigiosa montadora de Martin Scorsese) para reeditar las escenas filmadas. Ella tenía clara la clave: “Si el público aplaude cuando Han Solo reaparece para ayudar a Luke cuando es perseguido por Darth Vader, la película será un éxito”.
Ahora que La Guerra de las galaxias es un clásico imperecedero es difícil empatizar con aquella incertidumbre previa al estreno y con la sorpresa de su triunfo. Quizá haya que recordar la anécdota que cuenta cómo en 1977 Harrison Ford entró tranquilamente en una tienda de la cadena Tower Records y salió huyendo de una turba enfervorecida con la ropa hecha jirones. La película se había estrenado hacía pocos días y Han Solo y sus amigos ya eran los nuevos ídolos del público. Su sencilla aventura de buenos y malos, sus simpáticos robots y sus entrañables alienígenas habían calado muy hondo. Después vendrían El imperio contraataca y El retorno del jedi, cada una más taquillera que la anterior y, sin embargo, cine independiente desde la perspectiva financiera: Lucas había hecho tanto dinero con la primera entrega que fue capaz de cumplir su sueño de independizarse de los grandes estudios. Más que eso, junto a Steven Spielberg redefinió el cine espectáculo, dio una segunda vida a Hollywood y acabó eclipsando al cine realista y adulto que predominó durante los años setenta. Cuesta creer que hubo un tiempo en que El Padrino ostentó el título de película más taquillera de la historia. Tras el estreno de Star Wars, ese honor siempre se lo disputarían películas con sabor a cocacola y palomitas. Los niños a los que Lucas quería entretener rozan ahora los 50 y ni ellos ni sus hijos se aburren jamás. Lo que en 1977 era la Alianza Rebelde ahora es el Imperio, lo que entonces era minoritario ahora es mainstream. En un mundo hecho a imagen y semejanza de Star Wars, ¿qué podía ofrecer una nueva trilogía?
Cancilleres, senadores y lobbies
Mientras que en las tres primeras películas todo era blanco o negro, las nuevas entregas quisieron mostrarnos la escala de grises que van desde la inocencia del pequeño Anakin Skywalker hasta su caída y renacimiento como Darth Vader. El gris claro era un niño poco carismático que no hacía mucho para ganarse la simpatía del público. El gris oscuro, un joven cuyo carácter era difícil de definir. ¿Inestable? ¿Voluble? ¿Qué clase de adjetivos eran esos para el jedi de la nueva generación? La pobre interpretación de Hayden Christensen tampoco ayudó a definir el personaje. La historia de su corrupción avanzaba paralela al derrumbe de la República Galáctica. Los malos eran ahora un siniestro senador y la Organización Mundial del Comercio la Federación de Comercio. Los buenos, una reina republicana y una organización religiosa con demasiada influencia en un gobierno presuntamente laico. El planteamiento no era malo en sí mismo, pero traicionaba el presupuesto de la película original: no era para niños. Las bravuconadas y gruñidos de Han Solo y Chewbacca fueron sustituidos por discursos políticos cargados de ambigüedad, tecnicismos sin sentido y complicadas resoluciones, la clase de historias que no encandilan a los pequeños ni a los mayores en busca de evasión. Súmale un protagonista grisáceo y obtienes lo opuesto a todo lo que hizo inolvidable la primera trilogía.
Dicen que George Lucas se refería a La Guerra de las Galaxias original como “mi película Disney”. Irónicamente en 2012 acabó vendiendo Lucasfilm y sus creaciones al gigante del entretenimiento y los 4.000 millones de dólares fueron donados a educación, a los niños, a quienes siempre perteneció la saga galáctica. Solo ese fin de ciclo empresarial ya encajaba más con el espíritu original que las tres precuelas. Por su parte, Disney ignoró el planteamiento que el “padre de la criatura” propuso para la tercera trilogía y decidió avanzar por su cuenta. Contrató al heredero natural de Lucas y Spielberg, J. J. Abrams, y lo reforzó con Lawrence Kasdan, coguionista de El imperio contraataca y El retorno del jedi. La multinacional tiró de chequera y recuperó a la Santísima Trinidad (Hamill, Fisher, Ford), pero también apostó por el futuro con algunos de los mejores talentos de la nueva generación, como John Boyega (Attack Of The Block), Oscar Isaac (Inside Llewyn Davis, Ex Machina) o Adam Driver (Mientras seamos jóvenes, Girls). Sin embargo, todo este esfuerzo será inútil si Abrams no comprende la idea que lo empezó todo. El Episodio VII tiene que hacernos olvidar lo que ocurre fuera de la sala -la corrupción, el paro, el terrorismo- y devolvernos a la infancia al menos durante dos horas. Si consigue eso, entonces tal vez la Fuerza despierte de nuevo.
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Tagged: Actualidad, Cine, Star Wars