Fue uno de esos rostros perfectos del precario star system del jazz en los cincuenta. Luego los excesos levantaron la cartografía exacta del dolor, que a veces era un chute de heroína en el muslo, una zona escasamente transitada de agujas, o una temporada en la cárcel para saldar deudas con la sociedad a la que regalaba el don de la belleza con su trompeta. Ya saben, cosas de camellos. Chet Baker está ya hecho polvo en esta fotografía, portada de un disco que llevo escuchando a trompicones, con entusiasmo, con siempre renovado asombro, desde anoche. No toca como solía: se ve la pereza, la pérdida de la jovialidad. Chet, en este último gran concierto, toca triste, pero me da exactamente lo mismo, él está en un lugar al que no podemos llegar sin contemplar el dolor en detalle.
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