Revista Cine
Si no es porque cada mañana me desayuno con un café solo -sin leche, por favor que últimamente es bastante mala- para contrarrestar la fluidez pacífica que debería proporcionarme el betabloqueante que le acompaña -¿nos prefieren drogados antes que muertos?- diría que los titulares que ojeo en el gran quiosco de los ceros y unos son producto de una imaginación adormecida, tan nebulosa y disparatada como perversa. Agítome en mi sillón giratorio made in China cuando mi vista, antes miope y astigmática y ahora cansada, me castiga con titulares como “Aplausos por la subida del IVA” o “Récord en el número de españoles que no llegan a fin de mes”; acomodo mi trasero dolido y mi espalda corva en el no mullido del símil de cuero, y espero. Espero que los descorches de las botellas de champán, cava, sidra o lo que beban mis vecinos, sean tan sonoros como los que acompañan a las victorias de sus deportistas más admirados... Pero no llegan. Me temo que la gente no tiene sarcasmo ni malicia dentro. O que no saben leer. O que como a aquella araña que al octavo desmembramiento la volvieron sorda, el tratamiento zombi de mi hipertensión me haya dejado las orejas de adorno. Bueno, de adorno y para llevar las gafas de sol cuando conduzco.
Lo cierto es que no me tomo sólo un café sino varios a lo largo de la mañana, por eso de mantener el cuerpo desentumecido y alerta a los descorches o truenos: cualquier alboroto o alborozo me calmaría. Y espero. Espero como Frederico Teixeira de Sampayo, realizador de impecable CV, lo hacía ayer, cansado de no tener nómina que firmar, a que terminase de centrifugar su lavadora y ahora a que la BBC le remita la cámara de video del premio de su paso por el concurso MyWorld; como lo hace esa chica con la prestación por desempleo a punto de mandarla a la costa en busca de una bandeja repleta de cañas, refrescos y aceitunas para otros, o a Francia, el eterno refugio del español fiel a sus principios, las fotografías de un pasado lleno de risas junto a los pañuelos y aspirinas, el piso hipotecado, alquilado para mayor alivio; como lo hace el diablo, paciente, sabiendo que un día su voz en el hombro será más convincente que la del ángel asexuado, que el gran marionetista ni está ni se le espera. Y espero, como español que nací, a que Alabado Obama un día se quite la chaqueta al estilo Virginia y pase de ser un reto para un francotirador, un caluroso orador en defensa de la reforma sanitaria estadounidense, que lo mismo hace que sus fieles rían, aplaudan o alcen los brazos al cielo (el cielo: ese sitio al que antes mirabas cuando querías saber que hacer con tu vida: ir de fin de semana aquí o allá, sortear el vuelo de las palomas de que plaza de iglesia o catedral, echar de menos a un viajero encerrado en un avión, pedir un deseo, y al que ahora no escupes por culpa de la manzana de Isaac,) a que Barack Hussein I se convierta en un Superman inmune a la kriptonita verde (léase, y pronúnciese, dólar), a que deje de ser el espantapájaros perseguido por los flashes. Y espero. Agotado de esperar el fin que me cantaban cuando mi sentido auditivo era fino.
Cuando escuchaba, entendía y atendía, descubrí que los dos polos del pensamiento eran la conciencia y el deseo. Con la conciencia tranquila y el deseo claro ya no se puede ir ni a por el pan. Se aplauden las puñaladas y se vitorea a cada paisano detrás de una estadística nefasta. Son tiempos de incoherencia, de condenados a descubrir que debajo de las piedras no te esconden la arena, que hubo quien corrió para llevársela a su playa. Tiempos en los que los titulares también nos dicen que los airbags pueden provocar daños irreparables en las retinas de los conductores gafados -gafados de lentes, no de mala suerte, aunque los hay que sumen una particularidad a otra-. Ciegos también nos quieren. Sordos y ciegos seríamos su orgasmo. Como los chicos del parque un sábado de luna llena.
Obama quitándose la chaqueta al estilo Virginia