Toda lectura supone un aprendizaje y, en ocasiones, un esfuerzo por compleja o tediosa. Cuando leo un libro y no me termina de atrapar, busco otro que supla el escaso interés que provoca el primero. Entonces, simultaneo ambos. En este caso, leo dos novelas con títulos sugerentes. En uno de ellos es la madre quien cuenta la relación con su hijo. En el otro, es el hijo quien se encarga de acercarnos, en forma de homenaje, la memoria de su padre. El primero es un ejercicio de investigación en ocasiones frio y, de alguna manera, obsesivo. El segundo, que responde al poético título de El olvido que seremos, resulta emocionante y, por momentos, conmovedor.
Suave caen las palabras es la historia de un amor maternal un tanto quisquilloso y antipático por invasivo. Lalla Romano, su autora, rastrea entre recuerdos y pruebas documentales para ofrecer al lector un ejercicio de investigación tratando de encontrar sentido a todo lo que hace, dice o piensa su hijo Piero. El lector entonces, sabiendo que no se trata de un texto de ficción, tiene la desagradable sensación de estar violando la privacidad, de contemplar la vida íntima de Piero, de inmiscuirse o fisgonear en unos avatares que no le competen. ¡Es que tú me faltas al respeto!, replica Piero a su madre en la primera página del relato.
Dicen que el amor de madre es el único incondicional y aunque en la literatura se encuentran casos que hacen dudar de esta aseveración, un vínculo tan intenso siempre puede ser un punto de partida. En Suave caen las palabras hay un amor ciertamente incondicional y alguna aventura, pero ese amor no responde al arquetipo de lo que solemos entender por historia de amor. En realidad el lector se convierte en testigo de la intromisión indebida de una madre con el objetivo de conocer a su hijo. A lo largo del libro la autora trata de explicar, a caso de justificar, la actitud displicente de un hijo que no responde a sus expectativas y al que adora. Ella aspira a comprender a Piero; éste hace todo lo posible por mantenerla a cierta distancia. La madre recuerda frases ingeniosas del hijo desde su infancia; analiza las cartas que escribiera a distintos miembros de la familia; escruta sus anotaciones, calificaciones, redacciones y trabajos escolares. Sus dibujos, pinturas y fotografías son objeto de una indagación pormenorizada quizá con el objetivo de conocer a su propio hijo o, como escribiera Soledad Puértolas en el prólogo, "para hablar de sí misma".
Reflexiona Piero: "La impresión que recibimos de un libro depende de nuestro estado de ánimo y, por tanto, del punto de vista de quien lo juzga. En realidad, no juzgamos un libro en un plano absoluto, sino siempre en relación con nosotros mismos". Y como tiene razón, resulta complicado valorar esta obra sin la incomodidad que produce ese afán materno por inmiscuirse en la vida del hijo, esa fijación por desentrañar todos y cada unos de sus pasos, de sus gestos y de sus palabras.
El olvido que seremos, por el contrario, es de una lectura agradable y por momentos conmovedora. En este caso es el hijo quien nos ofrece un apasionado retrato de un padre asesinado por defender la igualdad social y los derechos humanos. El título de la obra, es todo un homenaje al padre. El día que los paramilitares lo asesinaron, su hijo encuentra, en uno de sus bolsillos, unos versos copiados a a mano por el propio asesinado y con las iniciales de JLB. El primer verso dice: "Ya somos el olvido que seremos".