Cuantas veces nos hemos visto aferrados a una situación que no nos hace feliz, o no nos conviene, por comodidad, miedo, incertidumbre ante lo desconocido, o resistencia al cambio, lo que es natural en nosotros los seres humanos.Recientemente encontré una imagen con una frase que decía: “Nos quedamos tanto tiempo mirando una puerta que se cierra, que no nos damos cuenta, cuantas se están abriendo”.Esta conducta la vivimos a diario, en nuestras relaciones, en los trabajos, con los amigos, etc. Es como si viviéramos resignados a llevar a cuestas una existencia que no nos satisface ni nos llena. ¿Dónde está escrito que tenemos que pagar tan alto precio para sentirnos libres, plenos y felices? Que alguien me lo explique, porque estoy negada a creer que esa debe ser nuestra realidad.
No debemos temer que nos llamen locos, si encontramos nuestra felicidad de una forma poco ortodoxa, muy separada de los estándares establecidos por la sociedad, pues al final de cuentas, aquellos que te señalan o critican de forma negativa, no son los que mes a mes te envían un cheque para que pagues tus cuentas o te acompañan cuando has tocado fondo.Sin ánimo de sonar drástica, la actitud de apegarnos a algo mediocre, y no querer soltarnos, por falta de fe o por temor, me hace recordar la historia del alpinista que murió congelado, aferrado a su roca, cuando se encontraba apenas a dos metros de distancia del suelo, porque no confió lo suficiente en Dios como para soltarse y dejarse llevar.Sabemos que dejar ir algo que nos parece seguro y cómodo no es tarea fácil. Que para llegar a tomar esa decisión hace falta tener los pantalones bien puestos y un deseo muy fuerte de querer lograr algo más, que tenemos que estar preparados para todas las crisis emocionales y ansiedad que este proceso conlleva, pero a la vez, debemos estar confiados en que una vez nos hayamos soltado, habrá valido la pena, y que un mundo nuevo, lleno de hermosas posibilidades y también realidades, nos aguarda.