Hace unos días, leyendo una entrevista a Margarita Salas, insigne bioquímica, me llamaba la atención el que desconociera, y además no entendiera, el fenómeno ni-ni de nuestra juventud: los que no estudian ni tampoco trabajan, ni se les espera, por el momento. Y no porque a ella le falte inteligencia, sino porque quizá le sobre una pizca de candor y carezca de la suficiente perspicacia. Al fin y al cabo, si a ella le produce verdadero placer su trabajo, del que está sumamente orgullosa, es posible que para otras personas el placer consista en algo tan sencillo como no hacer nada. Depende del enfoque y la distancia a la que se encuentre el sujeto, si prescindimos de cualquier otra valoración y si no acucia otra necesidad. Parte del mundo siempre ha funcionado así.
Los epicúreos tenían a gala, como suprema regla de la vida, la de lo placentero. El sumum lo constituye la mayor cantidad posible de placer y el mínimo de dolor. Claro que no disponemos todavía de un mediométro de lo uno ni de lo otro. Lo que se antoja, por principio, algo subjetivo. A este respecto, plantea R. Spaemann la ficción de que quien afirma que la maximización del placer es la última regla de la acción humana, por este mismo motivo, debería prestarse al siguiente experimento. Imaginemos, por un momento, que pueda permanecer en una unidad hospitalaria en la que al sujeto se le introducen unos diodos en el cerebro y mediante unas corrientes eléctricas calculadas pudiéramos mantenerlo en estado de euforia permanente, sintiendo el máximo placer posible. Todos sus sueños se harían “realidad”. Su vida, carecería de pesadilla alguna, de dolor o sufrimiento, de riesgo, en fin de todas las tribulaciones e incertidumbres de cualquier vida humana. Después de una luenga y animosa estancia en este mundo, ya anciano, se le daría una inyección letal para que atravesase el umbral de la muerte sin enterarse siquiera. Ahora viene la pregunta crucial: ¿Qué persona estaría dispuesta a vivir una vida así? ¿Sería un loco o, por el contrario, un cuerdo? Todo depende de lo que se estime, pero, a priori, parece que quien aceptara una propuesta de esta calaña tendría que estar bastante rayado.
Es sumamente intrigante la película “Origen” que destaca, en sucesivos niveles de ensoñación, si vale la pena estar o no estar en la realidad, sino en la ficción del sueño, hasta el punto de no saber en qué fase se puede uno encontrar: si en vigilia o dormido. De tal forma, que identificado uno con lo otro, solo queda restar la confusión hasta el punto del suicidio imaginado para regresar de la ficción. Propósito no logrado, justamente porque lo soñado no era letargo, sino realidad. Podríamos traer a colación a Calderón de la Barca: la vida es sueño y los sueños, sueños son; pero aún entonces, como dice Segismundo, “que estoy soñando, y que quiero obrar bien, pues no se pierde obrar bien, aún entre sueños”.