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Sueños de quietud

Publicado el 27 junio 2013 por Amaya Muñoz Azanza @AmayaMAzanza

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      Autora: A. M. Azanza                       Género: Fantasía Épica   
              
Sueños de Quietud        En una comarca distante, pasados los montes de los olivos, donde los prados clarean y de verde brillan cada amanecer y el olor de las flores embriaga el aire que recorre los campos, creció un pueblo de labradores con esfuerzo y buenos sinos. Tierras de cebadas e hinojos, de sudores y alegrías con casas de piedra nacidas de los suelos. Y junto al pueblo un castillo, construido en las colinas de poniente, para velar por sus hombres y mujeres. Y en el castillo un noble, amo del condado, abnegado y valiente, defensor de sus tierras, juez en las disputas, señor de los valles. Y del conde había un hijo, caballero valeroso, campeón en recientes contiendas, brillante y bien parecido de nombre Román, que adornaba los sueños románticos de las jovencitas y los delirios de aventuras de los muchachos. Admirado y querido por todos pero tan solo en su interior. Solo se sentía, ausente estaba de este mundo desde la muerte de su madre, que era su apoyo y su consejo. Vagaba en el mundo de ensueño que ella le mostró a través de los cuentos que le leía cada día siendo niño. Ahora él los recordaba, por no olvidarla, y en su visión los confundía con el mundo que le rodeaba. 


         Cada mañana recorría el castillo con aire nostálgico, deambulando errante, sin rumbo por su pequeño mundo. Subía a la torre más alta para observar desde allí el imponente paisaje que se presentaba ante sus ojos. Al oeste, lejanas y majestuosas, se levantaban las montañas. Al este, frente a él, fértiles valles de cultivos. Una vez allí se dejaba perder en sus ensueños, cálidos, silenciosos, apacibles.  Y entonces ese ruido, muy lejano al principio, iba en aumento, agudos chillidos parecían, más bien risas malintencionadas, le rodeaban y se burlaban porque Román les buscaba y no podía encontrarles. Entonces salían del castillo, retándole a que les siguiera se mostraban. Desde las alturas podía verlos, nadie más que él podía hacerlo, correteando entre la hierba como pequeñas amapolas, brincando, salpicando con su color la verde alfombra de los campos. Escapaba tras ellos, corría persiguiendo a aquellos duendecillos que le molestaban continuamente con sus risas y sus bromas para darles escarmiento. Caminaba por las praderas en pos del polen que robaban las hadas para fecundar sus flores amigas. Se guiaba por la canción que le silbaba el viento, de cadencias suaves, lentas, agudas, que le llevaba, como cada día, al manantial en los ribazos, oculto tras los sauces llorones que hacían las veces de frontera de un lugar aparte. Manaba el agua entre las rocas en un titilante repiqueteo, se revolvía fresca y transparente hasta encauzarse formando en el remanso una charca cristalina de brillantes reflejos. Se sentaba en su orilla, escuchando el viento en los sauces, inspirando el olor a tierra mojada de las riberas, y al cerrar los ojos se transportaba al lugar de fantasía de las fábulas de los libros.     El silencio evocaba la quietud previa a la batalla, recuerdos que solo él poseía. Trompetas y timbales retumbaban sobre mesnadas enfrentadas bajo el cálido sol de primavera. A una señal las huestes cargan. Siente el trote del caballo y el baile del airón sobre la celada. La furia desenvaina su espada y el peso de la armadura desaparece bajo la fuerza de sus miembros. Se abandona al frenesí de la lucha, descargando mortales mandobles sobre sus enemigos. Y al terminar la sangre resbala por el metal bruñido y la visión deleitosa de la victoria hincha sus pulmones con bocanadas de aire afilado y sabor amargo. La experiencia le convierte en un hombre tan triste que solo desea escapar con su melancolía.         Y al abrir los ojos cada vez tras su onírico relato, su único consuelo, su único anhelo, es que ella estuviera allí. Aún recuerda la primera vez que se le apareció, siendo aún muy niño cuando un brillante rayo de sol reflejado en aquella agua clara le cegó por unos instantes y entre la luz vislumbró ese rostro bello de mujer que le observaba en silencio y después del rostro el resto de ella tomó forma. En el fondo de las aguas se dibuja su figura, las ondas enredan su largo cabello dorado que refulge con la mortecina luz que se cuela entre los árboles. Sus ojos son verdes, de un verde profundo, más preciosos que esmeraldas, guardan su secreto que en el silencio se encierra. Su belleza es de ondina de rostro perfecto, de cuerpo esculpido que cubre su sexo con hojas de nenúfares. Un halo encantador la envuelve dotándola de la magia de una perfección soñada.    Pasa horas y horas contemplándola y hablándola sin hablar y viviendo una vida con ella, una vida que no es la suya.

   Transcurren estaciones pero el sueño permanece año tras año, y todas las luchas que libra día a día o en el campo de batallas son tan engañosas como reales. Que él camine por sus sendas que los demás los harán por las propias. Y mientras en unas el tiempo se detiene y todo ocurre a los ojos de un espectador furtivo ante su paso, en las otras los protagonistas son sus actores principales. Pero a todos del mismo modo pesa.          Incapaz de reconocer en su ilusión una pesadilla, quiso el destino devolverlo al mundo de todos, un día señalado, cuando los tejedores de vidas decidieron que era la hora del despertar. En el lugar de sus ensueños su fantasía de cristal se quebró.   Divagaba en sus leyendas entre las lágrimas de los sauces y su único oyente, como desde hacía tantos años, era un reflejo de su imaginación en el agua. La bella ninfa que le escuchaba en silencio, imperturbable, serena. La miró y por un momento su silueta le hipnotizó. Extendió la mano hacia la de ella, por un instante casi sintió su suave tacto, entonces, al tocar el agua, se desvaneció. Ondas concéntricas deshicieron su imagen, en un suspiro el agua vibró despidiendo chispas de color verde y... nada más. La superficie lentamente se fue deteniendo en su vaivén y de nuevo quedó lisa y transparente, volvió a ser la cara del espejo que le devolvía la imagen de su ensoñación. Era extraño. Su contorno era dulce, suave, su cabello dorado y largo y sus ojos brillaban destacando sobre el tenue verde de los sauces, pero ya no estaba desnuda, cubría su cuerpo con un raído vestido de campesina y un delantal azul. Su cara, sus  rasgos no eran de una hermosura vacía, como su musa, sino cálida, sentida, con vida. Sujetaba sobre su cabeza un cántaro de barro, llevaba los pies descalzos y le miraba con tímida expresión. La observaba, incrédulo de que su sueño tomara esa forma. Despedía un olor dulzón pero fresco de flores mojadas y un calor que se le antojó humano.    Entonces aquella imagen hizo algo que nunca habían hecho sus predecesoras, un gesto breve pero cierto, un gesto por sí misma. Y escuchó una voz tras él, una voz que le heló la sangre de la emoción o quizá de miedo.   -Buenos días -habló la imagen con tono tranquilo pero expectante.         Sin saber cómo o porqué, sin recordar haber ordenado a su cuello que se moviera, se giró en pos del saludo. Y estaba allí, era real. La luz de la mañana, aunque atenuada por las ramas, proyectaba una sombra tras ella, la veía, la sentía, incluso podía oír el ritmo pausado de su corazón. Tenía los ojos fijos en él, esperando una respuesta.   -Buenos días -apenas acertó a balbucir el aturdido caballero. Se levantó sin sentir las piernas y se le acercó lentamente. Tembloroso alzó la mano cerca de su pelo, sin atreverse a tocarla. Temía que con tan solo rozarla, desapareciera.       -¿Quién eres?, ¿Cuál es tu nombre? -preguntó y el timbre de su voz vibró de ansiedad.    -Me llamo Helena, la aguadora, la hija del herrero -respondió ella, halagada por la curiosidad de su señor.        -¿Qué estás haciendo aquí? -indagó acercando cada vez más su mano al liso cabello de ella.        -Recojo el agua del manantial como cada día y la bajo al pueblo. Esta agua es pura y buena. Cada mañana subo aquí y os encuentro, pero vuestro gesto es tan perdido y ausente, que no me atrevo a molestaros. Hoy por primera vez os habéis percatado de mi presencia.   Entonces la tocó, tocó su cabello sedoso, tan suave al tacto, tan evocador.        -¿Dónde has estado todo este tiempo?, ¿ Por qué me dejaste dormir?, ¿Por qué no me trajiste contigo? -preguntaba con la agónica impaciencia del que es consciente por vez primera de que todo cuanto ha sido hasta entonces no es más que una mentira.-¿Dónde has estado?.        -Aquí. -contestó ella con gesto compasivo, sabiendo, de alguna manera que escapaba a su comprensión, exactamente la desesperación que de aquel hombre se apoderaba.- Siempre aquí, y como yo antes mi madre durante años y años venía a recoger el agua del manantial y desde que erais un niño os encontraba aquí con la mirada perdida acariciando el agua.El agua. Román se volvió buscando una imagen en el agua pero la que le devolvió aquel espejo líquido no era, ni mucho menos, la que deseaba encontrar. Un hombre anciano, un hombre que no le era desconocido, con gesto de sorpresa, con el rostro ajado y el cuerpo consumido por el tiempo. Y descubrió que era él, ese hombre era él, los largos e innumerables relatos de los cuales había sido protagonista y espectador habían ocupado todos sus días y toda su realidad. Entonces alzó la vista buscando en la lejanía su castillo y solo encontró ruinas hace mucho tiempo abandonadas. Y las tierras desoladas, arrasadas por bandidos y señores de otros lugares. Todos sus dominios se habían perdido en su ausencia de este mundo y ahora pertenecían a otro conde o marqués que apenas se ocupaba de ellos. Por compasión supuso, tomándole por un loco, le habían dejado deambular libremente, conscientes de lo inofensivo de su comportamiento. Así durante muchos años.   Román vio como sus ojos se abrían a una nueva claridad. Tenía una nueva visión, esta vez de un mundo real y, como nunca antes pudo saber, sintió que su cuento se acababa, que era tiempo de despertar. Y, sin embargo, no estaba triste, no estaba asustado, era una liberación, su vida había sido un sueño. Entonces cayó muerto, entraba en el sueño definitivo.


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