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Entonces, venían mis hermanos (que no tengo) y me preguntaban qué hacía. Nos poníamos a mirar el resto de cabritas que tenía aquel hombre dispuestas a ser ordeñadas. Nos hacíamos selfies con ellas y el señor nos indicaba que si queríamos podíamos pasar a ver su casa.
La casa era como una mansión pero, por una de las ventanas, ay, no, horror, la oscuridad se había hecho y vimos cómo una docena de barcas con remos, tripuladas por una persona y otro pasajero desnudo y atado, se acercaban a la orilla. En susurros uno de mis hermanos me decía: "¡Mierda! Son traficantes de esclavos, tenemos que salir de aquí."
Con disimulo nos despedíamos de una señora que se suponía que era la mujer del cabrero y era quién nos iba haciendo el tour por la casa, pasando una sala después de otra. Pero en uno de los pasillos, una de las puertas que había en los laterales se abrió sola. Mi otro hermano, el más curioso, empezó a ponerse nervioso. Mi hermana lo vio y me dijo que ya la tendríamos liada con esa puerta porque él no se podría resistir a entrar a ver qué habría. Efectivamente, nos giramos y él ya no estaba.
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¡Coño, el despertador!
Sueños como estos vale la pena recordarlos. Luego, la gente, cuando les digo que me levanto cansada me dicen que no les extraña y que con ese ajetreo es la mar de normal y eso que os lo he resumido para no hacerlo demasiado largo. Ahora el reto es analizar todo este berenjenal. ¡Una ruina en psicólogos!