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Sueños rotos: Revolutionary Road (Sam Mendes, 2008)

Publicado el 03 mayo 2017 por 39escalones

Sueños rotos: Revolutionary Road (Sam Mendes, 2008)

Sin duda los promotores de la serie televisiva Mad men, tan original como la gran mayoría de las series del reciente boom del formato (es decir, prácticamente nada), tomaron muy buena nota de todo lo que ocurre, y de cómo se cuenta, en esta película de Sam Mendes, probablemente la más solvente (si nos olvidamos de la novela original de Richard Yates, mucho más corrosiva y amarga que la película) de una filmografía que contiene títulos sobrevalorados (American Beauty, 1999), alguno además bastante tramposo (Camino a la perdición, 2002), y un par de aparatosas pero huecas aproximaciones al universo de James Bond que, en ambos casos, han estado a punto de llevar a la bancarrota a la MGM. A diferencia de lo que suele resaltarse en las críticas, la virtud de esta película no es tanto que radiografíe con más o menos talento, meticulosidad y oportunidad los agridulces recovecos del amor y la decadencia de la vida de pareja, sino más bien su acertado reflejo del espejismo del sueño americano del orden tradicional burgués en el marco del consumismo perfecto propio de la era Eisenhower, recuperado por Reagan en los 80 y prolongado hasta hoy por el puritanismo omnipresente, la publicidad y las políticas neoliberales. Así, asistimos al desmoronamiento de una pareja como resultado de su toma de conciencia de la realidad, de su comprensión del engaño en el que han caído una vez superadas las vanas promesas de un mundo de diseño cuyas dulces expectativas nunca pueden cumplirse porque nunca existieron.

Para ello, nada mejor que escoger como protagonista a la pareja del truño romanticoide por excelencia de los últimos lustros, Titanic (James Cameron, 1997) y deconstruir su empalagosa historia de amor (y asesinato) en el marco de la América de los 50. Frank (Leonardo DiCaprio, que por una vez consigue no parecer estúpido ni contagiar su estupidez a sus personajes) y April (gran Kate Winslet, como casi siempre), son la pareja ideal (guapos, soñadores, con grandes proyectos vitales producto de la cultura del esfuerzo y la vocación) que se conoce en un momento ideal, en una fiesta de jóvenes despreocupados, entre melodías de swing y noches estrelladas de edificios iluminados y fuegos artificiales… Por supuesto, se encandilan nada más verse, se enrollan y se casan, y van a vivir al típico barrio residencial, más allá de las casas baratas, faltaba más, que dibuja una vida familiar de ensueño: casita enorme con jardín, garaje y pista asfaltada para que el coche pueda entrar sin estropear la leve colina de césped que conduce a la puerta. Tanta perfección formal a duras penas llega a tapar la frustración de una vida malgastada: la de ella confinada en el hogar y la familia (la parejita, como mandan los cánones burgueses), en las labores de ama de casa y en el fracaso de su antigua pretensión de convertirse en actriz teatral; la de él, recluido en un trabajo que odia, seguidor de los pasos de su padre como oficinista de una firma de electrodomésticos de Nueva York, ciudad a la que debe desplazarse cada mañana en coche y tren de cercanías, pululando por vagones, los andenes y las aceras de la Gran Manzana entre otros miles de maridos derrotados y frustrados como él. A punto de perder la juventud, cada uno se defiende como puede de su fracaso: ella, soñando con una vida nueva en París; él, cepillándose a las nuevas y jóvenes secretarias que se incorporan a su oficina. Así las cosas, la voz de su conciencia termina siendo John (magistral Michael Shannon, lo mejor del reparto), que acaba de salir del psiquiátrico al que fue condenado por haber violentado a su esposa e hijo del matrimonio Givings (Richard Easton y Kathy Bates), amigos de la pareja protagonista desde que ella, agente inmobiliaria, les diera a conocer su nueva casa. Frank y April Wheeler son a los ojos de todos la pareja modélica, que para eso son guapos y disfrutan de más y mejores comodidades materiales que sus vecinos, sobre todo más que los Campbell, cuyo miembro masculino de la pareja, Shep (David Harbour) intenta evadirse de su mediocridad deseando a April más que nada. Los Wheeler, sin embargo, siempre miran mucho más alto que sus tristes semejantes, y su proyecto para resucitar su vida y su amor, la recuperación de su sueño conjunto de juventud, mudarse al París del que Frank se enamoró cuando la conoció durante su estancia en el ejército, despierta el escepticismo, la sorna o la perplejidad de sus amigos y de los compañeros de trabajo de Frank, una pandilla de vagos desencantados y sin iniciativa de ninguna clase que pasan su tiempo escrutando a sus compañeras de oficina, fumando como carreteros y emborrachándose en los locales de la avenida Madison. Naturalmente, hablamos de frustración, y tan amargo resulta ver cómo el modo de vida elegido torpedea sin cesar los sueños personales (en forma de suculenta oferta de trabajo para Frank y de embarazo no previsto de April) como desesperante se hace comprobar cómo todos los mediocres, excepto John, se regocijan secretamente del nuevo fracaso de los envidiados Wheeler.

Mendes construye la película desde una elegancia formal que, en contraste, se rompe, precisamente, con los sucesivos accesos de desesperada histeria a los que los personajes se ven arrastrados por la acumulación de insatisfacciones, y en las tensiones que se generan cuando estas situaciones se producen ante testigos ajenos al matrimonio o delante de los niños inocentes. Esos estallidos ocasionales de una violencia que nunca deja de existir de manera soterrada, latente pero palpable, son los momentos en los que los intérpretes principales dan lo mejor de sí mismos, DiCaprio, por una vez, manejando algo parecido al lenguaje facial y gestual, ausente por lo común en su registro en pantalla, y Winslet absolutamente perfecta, tan conmovedora como, a ratos, irracional y odiosa, en todo caso atractiva. La palma se la lleva, no obstante, Michael Shannon en los breves minutos de sus distintas intervenciones, y cuyo personaje, el único loco diagnosticado, es también el poseedor de la necesaria lucidez que pone al descubierto las miserias de un modo de vida que es una gran trampa repleta de ataduras morales y embusteras promesas de felicidad. Mendes usa transiciones cortas y tomas muy largas, de las que los actores disfrutan porque les permite explayarse a gusto con las emociones de sus personajes, y eso repercute en el equilibrio y en la fuerza global del conjunto, que encuentra en las interpretaciones, los diálogos y la cruda confrontación de caracteres excitados y en autodestrucción el sentido dramático de la historia. De este modo, esa elegancia formal se ve igualmente violentada ante los ojos del espectador, y sirve así como perfecto vehículo de esa desasosegante incomodidad que atenaza a los personajes durante todo el metraje, y que desemboca en la piedad y la compasión por unas almas perdidas en un gigantesco engaño, en el anuncio publicitario de una vida de perfección diseñada por la publicidad política.

De este modo, el británico Mendes disfruta mostrando en toda su crudeza las vergüenzas de una sociedad americana promotora y al mismo tiempo presa del desarrollo consumista, que sin embargo no funcionaba en paralelo con un grado consonante de libertad y de relativismo respecto a los puritanos valores morales imperantes. Una sociedad del bienestar material bajo cuya capa de vacía autosatisfacción ocultaba a duras penas un paranoico temor a la invasión comunista y contenía la semilla de la destrucción, la maldad y el crimen, aunque tendría que pasar otra década para que el cine se atreviera a hacer el retrato más descarnado de su realidad, y para que el público se reconociera en las sombras de sus mentiras.


Sueños rotos: Revolutionary Road (Sam Mendes, 2008)

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