Revista En Femenino

Tal día hará un año

Por Expatxcojones

Tal día hará un año

Nacimiento de la Peque. expatriadaxcojones.blogspot.com


Tal día hará un año, dicen. Y ese día ha llegado. Hoy es el cumpleaños de la Peque. Un puto año. Todavía recuerdo como fue ese día y lo mal que lo pasé. No por ella, ni por el parto, sino por el calvario de médicos que tuve que soportar.
Estando embarazada me visitaba aquí en Marruecos. Todo iba fenomenal. Una ginecóloga estupenda. Una clínica modernísima. Pero yo quería parir en España. No porque no me fiara de hacerlo aquí pero quería tener a la niña en casa. Hacía tiempo que lo había decidido. Terremoto ya nació de parto natural, sin epidural, ni oxitócica ni nada de nada. Todo fue muy bien pero esta vez deseaba que fuese más íntimo.
Me informé mucho. Leí. Busqué. Comparé y encontré una comadrona en Barcelona. Quedamos para vernos. Cuando la conocí lo supe. Era ella. Tenía que ser ella. Se llamaba Imma.
El siguiente paso era buscar un lugar apropiado. Pues para parir en casa se necesita una casa y yo, en España, no tengo ninguna. Pensé en la de mis padres. Ni hablar. Barajé la de mis suegros. Tampoco me convencía.Me plantee incluso hacerlo en casa de mi tía. Imposible. Al final decidimos alquilar un apartamento.
Un mes antes de salir de cuentas, dejé Tánger y me instalé con Terremoto en Barcelona. El Kalvo se quedaba trabajando en Marruecos y subía los fines de semana. Cruzábamos los dedos para que me pusiera de parto estando él. Al mismo tiempo, ideamos un plan B. Si el Kalvo no estuviese, su sustituto sería mi padre.
Las últimas revisiones médicas las hago en el Hospital de Mataró, mi centro de referencia. No he llegado al término de mi embarazo y ya me quieren programar el parto. Les digo que no. Prefiero esperar. No les gusta nada. Me hacen firmar un papel eximiéndolos de cualquier responsabilidad. Me parece razonable y lo firmo sin rechistar. El problema surge cuando, al despedirme y preguntar sobre la próxima cita, la doctora me contesta que no me la van a dar.
   —Si no quieres que te programemos el parto, no hace falta que vengas.   —¡Hombre! Que no quiera un parto programado no significa que no me quiera hacer los controles.
Una cosa es querer respetar el curso de la naturaleza y otra bien distinta renunciar a los avances de la ciencia. Controlar el estado del feto es primordial. No soy idiota. Ni irresponsable.
Después de un rato convenciéndola y, de muy mala gana, me da la puñetera cita. Al cabo de unos días vuelvo al centro. La enfermera de turno me hace las pruebas. Son unas correas que te ponen en la barriga. Controlan el ritmo cardíaco del feto para ver si hay sufrimiento.
—Todo está perfecto —me dice al acabar.
Vuelvo a pedir cita y vuelvo a tener problemas. No quieren dármela. Según el médico, esta vez me ha tocado un hombre, estaré ya de cuarenta semanas y ellos, en ginecología, no dan citas. CLARO. ¿Cómo van a darlas si no esperan nunca ese plazo? Siempre sacan a los bebés antes. No entiendo qué prisa tienen y mucho menos porque les molesta tanto que yo prefiera esperar.
No están acostumbrados a que alguien decida por sí mismo o cuestione los protocolos. No están acostumbrados a que la gente se informe y tenga ideas propias. El médico se pone chulito.      —No le vamos a dar cita. No insista.   —¿Por qué? No me pueden negar la atención médica…   —Si usted se niega a que le programaremos el parto, yo me niego a hacerle las pruebas.   —La sanidad es un derecho universal.    —Usted está poniendo en riesgo la vida de su bebé.     —Pero si ustedes mismos me acaban de decir que está todo perfectamente. Además, ya soy mayorcita y soy su madre. Lo tendré que decidir yo ¿no?   —Pues lo va a decidir un juez.
¿Un juez? Ni que fuera una criminal. A-LU-CI-NO. No sólo no me quiere atender,sino que encima me amenaza. Este tío se cree que por llevar bata blanca es Dios. No quiero discutir. ¿Para qué? Me visto y salgo de allí por piernas. Estoy alterada. Nerviosa. Angustiada. Decido no volver a pisar este hospital.
Al cabo de veinte minutos llego a casa. Suena el teléfono. Es otro médico del mismo centro. Se están poniendo nerviosos. Lo noto. Me pide que recapacite.
—No pienso ir. Y por favor, no me llaméis más.
Así de claro se lo digo. Ellos no pueden obligarme. Es mi cuerpo. Es mi bebé. No quiero que me programen ninguna intervención si no la necesito.
Pasan los días y todo el mundo me pregunta cuando saldrá la niña. Y yo que sé. Cuando ella quiera, supongo. Yo por mi parte he decidido respetarla. Pero la insistencia de la gente empieza a menguar mis fuerzas y decido recurrir a los métodos tradicionales: comer chocolate, picante, hacer el amor, caminar,…
Nada da resultado. Hablo con mi comadrona. Le pido intentarlo con otros métodos.
Empiezo por la acupuntura. Me ponen un montón de agujas por el cuerpo. Espero. No sucede nada. Pruebo con otra cosa. Esta vez la comadrona se presenta con una maletita. Trae una especie de puros chinos. Me desnudo y me siento en una silla en la terraza. Espero que no me vea ningún vecino. Con un poco de saliva me los va pegando por el cuerpo. Brazos. Espalda. Piernas. Me los enciende con un mechero. Los petarditos empiezan a desprender humo. Parezco un canuto gigante. Vuelvo a esperar un par de días. Nada. Tampoco da resultado.
Estoy hasta los huevos. No tengo ni una puta contracción. Pronto llegaré a mi fecha límite. Recurro a medidas más drásticas. Aceite de ricino. Dicen que sabe fatal y que te cagas pata abajo pero no estoy yo para poner pegas. Suele ser efectivo, dicen. Me lo tomo. Dos cucharadas soperas. Es repugnante. Pero tampoco surte efecto. No me tiro ni un pedo. Esto es frustrante.
Estoy de cuarenta y dos semanas. Ahora sí que no sé qué voy a hacer. Empiezo a tener dudas. Mi familia quiere que me someta a la intervención. No me quedan fuerzas para luchar. Decido ir a la Maternidad, en Barcelona. A ver qué me dicen.
Llego al centro y me parece que estoy en otro planeta, aunque solo he cambiado de ciudad. Todo el personal, desde el conserje a las ginecólogas. Todos son grandes profesionales. Me siento muy bien atendida. Me hacen pruebas. Muchas. Al acabar, las doctoras me tranquilizan.
—Todo está perfecto. Tu bebé está bien pero deberías ir pensando qué vas a hacer.
Salgo del hospital tranquila. Relajada. Serena. Y muy a mi pesar, decido que sólo esperaré dos días más. Si pasado el fin de semana no me he puesto de parto ingresaré voluntariamente para que me lo programen. No es lo que quería pero si hay que hacerlo…
Esa misma noche nació la Peque. En poco más de dos horas desde la primera contracción hasta que la tuve en brazos. La parí a cuatro patas. En el sofá. Con mi marido dándome la mano y la comadrona controlándolo todo. Fue un parto maravilloso. Tranquilo. Relajado. Superó todas mis expectativas. Estoy orgullosa de haber esperado. Mi hija nació cuando y como ella quería. Yo sólo la ayudé un poquito.
¿Por qué a las embarazadas nos tratan como si fuéramos idiotas?¿Por qué todo el mundo sabe qué es mejor para nosotras menos nosotras mismas?
Hay gente que dice que soy muy valiente. No lo veo así. Lo que pasa es que nunca me ha gustado que me digan lo qué tengo que hacer. Me gusta decidir las cosas por mí misma. Este es mi parto. Yo decido como quiero vivirlo. No quiero ser una mera espectadora. Quiero ser la protagonista.   Las mujeres deberíamos estar informadas. Deberíamos poder decidir sobre nuestros cuerpos, nuestros hijos y cómo queremos traerlos al mundo. Cada vez hay más estudios que explican la importancia del nacimiento. No hay que tener miedo. Las mujeres paren desde hace miles de años. Estamos diseñadas para ello. Es un momento mágico. Un milagro de la naturaleza. Lamentablemente muchas de nosotras se lo están perdiendo.

Volver a la Portada de Logo Paperblog