
Sergei Ivánovich Tanéyev. Músico sobresaliente del que hemos apuntado la gran cualidad que lo distingue de sus colegas inmediatos, esto es, su maestría técnica. Contrapunto, rigor formal, reelaboración de los temas, en suma, aquellas habilidades difíciles para el mundo musical eslavo se volvían materia dócil en las obras de Tanéyev. Hay que admitir, en sentido contrario, que otras facilidades comunes a sus colegas eran más arduas para nuestro compositor (frescura de la inspiración, inventiva melódica, emotividad). Así, por contraste, sus cualidades e intereses lo volvían una especie de “Bach ruso”, como lo tildara en cierta ocasión su amigo Chaikovsky. Su presencia e influencia en aquel momento histórico aportó lo que faltaba al conjunto de la Escuela musical Rusa.
Entre las muchas rarezas de este compositor estaba su interés hacia los clásicos grecolatinos. Por eso, a diferencia de la amplia producción musical basada en poetas rusos (Pushkin el primero) o europeos, que firmaban sus colegas, la única ópera de Tanéyev salta hacia atrás en el tiempo, hasta Grecia, para ocuparse de “La Orestíada”, trilogía trágica de Esquilo sobre las desventuras de Orestes, los asesinatos de Agamenón y Clitemnestra, la persecución de las Erinias y la absolución final del protagonista en un tribunal ateniense.
A la ópera la precede una densa, monumental obertura que ha hecho carrera propia en las salas de concierto. Es impresionante. Su tenebrosa secuencia inicial en Mi menor está entregada a las cuerdas graves, con la más profunda potencia de su registro en alusión a los negros remordimientos de Orestes. Poco a poco y siguiendo un plan tan calculado como intrincado, los temas musicales, el discurso y las armonías avanzan hacia una esplendorosa resolución en Mi mayor. Tanéyev demuestra una sensibilidad para el color instrumental muy rusa —como si esos músicos tuvieran una orquesta metida en la cabeza — que le permite sacar provecho de cada sección orquestal. Cierto que no es Rimsky ni Sibelius, y los timbres inusitados no son especialidad de la casa; hay, en cambio, un buen gusto al estilo Chaikovsky y sobre todo una noción global de la obra presidiendo las elecciones instrumentales. Lógica premeditada que guía el brote de la inspiración.
Lo mismo puede predicarse de la fantástica Sinfonía nº 4 en Do menor . A mi juicio, la obra maestra sinfónica del compositor. A semejanza de modelos centroeuropeos, una célula de tres notas (la última formando un acorde de tritono) preside la composición entera y se transmuta a lo largo de ella, cohesionándola sin fatigar el oído. Los caleidoscopios tímbricos de Rimsky-Korsakov encuentran aquí sus complementos: caleidoscopios temáticos, incesante elaboración de una misma idea acatando los cánones de la forma musical. La partitura exhibe un pensamiento bien perfilado, nítido, que no se permite balbuceos sino claras afirmaciones. Esas exquisitas incertidumbres asumidas por la música de Chaikovsky o Rajmáninoff no caben en la rigurosa escritura de Tanéyev, escasamente interesado en confesiones de cualquier tipo.
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